Alex Rigola firma la versión teatral de la película del mismo nombre en donde Woody Allen deja plasmado de una manera casi científica la imposibilidad de encontrar el equilibrio en la pareja, al menos entendida como una unidad de destino en lo universal, inamovible, perpetua y perfecta. Consigue el director catalán la estructura dramática que funcione en escena de una manera sencilla y con unas posibilidades espaciales que le confieren personalidad teatral.

Lo logra con una acumulación de peligros estéticos: no un sofá, sino tres, pero colocados de tal manera que se convierten en una declaración de pertenencia a una clase social. No se habla de todas las parejas, sino de las parejas de las clases medias, ilustradas, librepensadoras, con oficios y profesionales liberales que les dotan de otro tipo de preocupaciones sociales y culturales.

Resuelto el primer escollo formal, el resto viene rodado: un equipo actoral trabajando en la misma clave interpretativa, de manera homogénea en ese territorio de la alta comedia urbana, dotando de verdad teatral a todas las situaciones, conduciendo con su actitud, su presencia y sus interpretaciones a la universalización de los conflictos planteados, a que cualquiera de los espectadores, en términos generales pertenecientes a las mismas clases sociales, es decir con los mismos problemas, se identifiquen, asuman lo visto como propio y se pongan a reflexionar.

Una comedia de parejas, en donde el propio texto, las propias situaciones, están cargadas de connotaciones que escapan a la vulgaridad y lo circunstancial. Hay un trasfondo que nos afecta, que nos lleva a recurrir a conceptos o principios de índole religiosa, filosófica e incluso política. Y se logra con tan aparente sencillez y grandeza, que conmueve. Un buen trabajo sin más pretensiones que poner el espejo a una parte de esta sociedad en un asunto que tanto nos preocupa: las parejas, abiertas, cerradas, variables o perpetuas. La eterna discusión porque viene todo en un modelo de familia puesto en cuestión.