Leigh Fermor, el gran seductor
Guionista de John Houston, secuestrador del general alemán Kreipe en la Creta ocupada, prodigioso caminante, erudito y políglota, Leigh Fermor es el autor de un puñado de obras inclasificables. A mitad de camino entre la literatura de viajes y el ensayo, sus argumentos se condensan entre las Antillas, la soledad de los monasterios, su caminata de juventud de Londres a Constantinopla y, por encima de todo, Grecia.
Juanma COSTOYA
A poco más de dos años de la muerte de Patrick Leigh Fermor, el 10 de junio del 2011, el interés por la vida y la obra del autor de «El tiempo de los regalos» se revaloriza. La editorial RBA saca a la luz «Patrick Leigh Fermor» y Ediciones Acantilado hace lo propio con «Drink Time!», título al que añade un subtítulo esclarecedor: «En compañía de Patrick Leigh Fermor». En esencia son dos libros diferentes. El primero, firmado por Artemis Cooper, esposa del historiador Anthony Beevor e íntima de Fermor, es una biografía al uso. El segundo, «Drink Time!», es un sentido homenaje de su traductora de castellano, la barcelonesa Dolores Payás. No paran ahí las diferencias. La biografía de Cooper se extiende por un tomo de más de quinientas páginas de letra apretada a la que se añaden algunas más con fotografías, notas y referencias. La breve obra de Payás se centra en algunos momentos de conversación y convivencia transcurridos en los dos últimos años de vida del autor en su refugio griego de Kardamili, un lugar idílico refrescado en verano por la brisa del Egeo y preservado en invierno del viento norte por la oscura mole de los montes del Peloponeso.
Ambas autoras por separado rescatan la palabra griega levanteiá para describir el carácter de Paddy, el apelativo de raíces irlandesas con el que era conocido por todos sus amigos. Los griegos llaman levanteiá a un amor arrebatado por la vida y le conceden mucha importancia. La levanteiá va asociada al gusto por la aventura, a los bailes y la música, al vino y las mujeres. Quienes han sido bendecidos con este don múltiple no pierden en su trayectoria vital el ímpetu y la fogosidad de la juventud. Paddy era uno de ellos.
De Londres al Bósforo
Patrick Leigh Fermor (1915-2011) vino al mundo en el seno de una familia de funcionarios coloniales británicos destinados en la India. Siguiendo la costumbre que trataba de evitar los riesgos de azarosas travesías y enfermedades tropicales posteriores, su madre, al regresar a la India, lo dejó en Inglaterra al cuidado de una familia de granjeros.
Sin reglas ni cortapisas de clase alguna, la infancia de Leigh Fermor transcurrió feliz y asilvestrada. Los primeros traumas de su vida llegaron con los sucesivos ingresos en diferentes escuelas, que trataron, en vano, de disciplinar su vida. Para desesperación familiar fue expulsado de todas y cada una y el único sosiego de espíritu que conoció durante su adolescencia le llegó de la mano de su padre, un geólogo enamorado de la naturaleza a quien acompañaría en sucesivas caminatas a través de la campiña británica.
Con 18 años su vida era un laberinto angustioso del que decidió salir de la única forma en la que se sentía dichoso: caminando. El dicho latino «solvitur ambulando» (se resuelve andando) le acompañó toda su vida. Fijó su meta en Constantinopla y, en una lluviosa tarde londinense de primeros de diciembre de 1933, embarcó rumbo a la costa holandesa. Durante más de dos años recorrió a pie Europa levantando acta de los últimos destellos de una civilización que se dirigía a pasos agigantados hacia la autodestrucción totalitaria. Durmió en establos y pajares, pero también en albergues y castillos. El trato con campesinos, pastores y viejos nobles sustituyó ventajosamente a la universidad o a la academia militar que su familia ansiaba para su destino. Sin él saberlo había puesto los fundamentos de su vida futura. En el camino se adentró con fuerza en las grandes pasiones que regirían su destino: la lectura, la lingüística y la historia. De esta experiencia viajera saldrían dos volúmenes: «El tiempo de los regalos» y «Entre los bosques y el agua». Para desesperación de editores y público, y a pesar de que este último volumen se despide con un «continuará», Leigh Fermor nunca culminó su trilogía, la que debía concluir la última etapa de su viaje desde los Cárpatos al Bósforo.
Gitanos y sarakatsanis
En su juventud, al llegar a Constantinopla, orientó sus zapatos hacia el Monte Athos y Atenas. La pasión por Grecia no le abandonaría nunca. Le entusiasmaban a partes iguales la cultura helénica y la bizantina, la filosofía clásica reflejada en los mármoles de la Acrópolis y la religiosidad popular encarnada en los iconos y en las pequeñas capillas ortodoxas.
Consciente de que él mismo era un verso suelto toda su vida se sintió atraído por pueblos y gentes que vivían de espaldas a los convencionalismos. Le atraían los nómadas que recorrían la Europa oriental al estilo de los zíngaros rumanos, especialmente su arrebatadora música de violín. Estudió sectas ortodoxas como la de los skoptsi, en la que los varones se casaban y una vez habían engendrado un hijo ellos mismos se castraban para así alcanzar una unión más íntima con Dios. Fue seducido por los sarakatsani, los nómadas griegos que vivían del pastoreo, respetados en todas las aldeas y que tenían a gala no lavarse nunca desde el nacimiento hasta la muerte.
Luces y sombras
Ante una personalidad tan vital y singular resulta tentador caer en una admiración sin fisuras. Su biógrafa y amiga Artemis Cooper realiza en su obra un ejercicio de buceo existencial del que Leigh Fermor sale, en general, bien parado, pero que pone al descubierto otras facetas de su carácter. Durante toda su vida fue un hombre sujeto a extremos emocionales y sufrió rachas depresivas asociadas, en ocasiones, a la dificultad de concentración que le impedía cumplir plazos de entrega en sus proyectos literarios. En términos coloquiales pudiera decirse que Fermor era un hombre juguetón, que se distraía con una facilidad inmediata como muy bien sabía su familia y la miríada de escuelas de las que fue expulsado. Su erudición y su voracidad intelectual no le ayudaban a centrarse; simplemente, todo le interesaba.
Su incapacidad para conseguir ingresos regulares durante buena parte de su vida llevó a alguno de sus conocidos a sostener que Fermor era poco más que un ventajista que se aprovechaba de una extensa red de amigos a los que sableaba con regularidad. Su biógrafa señala que todas estas especulaciones se redoblaban cuando se hablaba de la compañera de su vida, la aristócrata británica Joan Elizabeth Rayner, una mujer discreta, reconocida fotógrafa y que le sacó de apuros económicos en numerosas ocasiones. Para colmo, Paddy le fue infiel de forma sistemática y aleatoria. Sea como fuere, permanecieron unidos durante buena parte de sus vidas, juntos viajaron por el mundo y afrontaron la construcción de la única casa que Paddy pudo llamar suya: el refugio de Kardamili. La muerte de Joan a los 91 años de edad en un accidente doméstico fue, seguramente, el más duro revés de la asendereada vida de Leigh Fermor.
Cooper saca también a la luz otro aspecto de su personalidad: el gusto de Leigh Fermor por los títulos, los abolengos, la importancia concedida a los protocolos y las viejas formas. A renglón seguido aclara que Paddy era lo opuesto a un esnob. Le disgustaba hablar de sí mismo y a todo el mundo trataba por igual, como se encarga de ejemplificar Dolores Payás en su obra.
En vida gozó de una amplia nómina de amigos, algunos muy conocidos en ambientes literarios y eruditos, Robert Byron, Cyril Connolly, Steven Runciman, Lawrence Durrell, Nancy Mitford o Bruce Chatwin entre ellos. Su casa griega permaneció siempre abierta para los cada vez más numerosos visitantes que se pasaban a visitarle atraídos por la leyenda de su vida o por su obra literaria. Un hogar que permanecía abierto metafórica y literalmente, ya que, como se encarga de señalar Dolores Payás, la casa diseñada mano a mano entre Paddy y Joan nunca cerraba sus puertas, ni siquiera de noche.
En octubre de 1984, con sesenta y nueve años cumplidos, Leigh Fermor decidió seguir el ejemplo de su admirado Lord Byron y cruzó a nado el Helesponto, ese canal que une el Mar de Mármara con el Egeo y que separa Europa de Asia. A pesar de la fuerte corriente completó la travesía en apenas tres horas. Quizá fue la última vez que compitió contra sí mismo.
A pesar de su longevidad, murió con 96 años y gozó de salud hasta casi el final de sus días, Paddy no se prodigó demasiado en su escritura. Para la posteridad dejó ocho libros. De entre ellos solo una novela, «Los violines de Saint Jacques». El resto son obras en las que repasa sus andanzas viajeras que van desde las Antillas («El árbol del viajero»), hasta Grecia («Mani» y «Roumeli)». En «Un tiempo para callar» repasa su estancia en algunos monasterios europeos. Pese a las presiones nunca completó la trilogía en la que reflejaba la gran caminata de su juventud desde Londres hasta Constantinopla. Su gusto por el aire libre y la sociabilidad primaban sobre su mesa de trabajo. Leigh Fermor construyó su vida como si fuera la mejor de sus obras.
Uno de los episodios más fermorianos de su vida sucedió durante la II Guerra Mundial. Debido a sus conocimientos de griego, Paddy había sido destinado a la Creta ocupada con la misión de coordinar la intensa resistencia guerrillera de la isla. Por propia iniciativa, su grupo decidió secuestrar al general Kreipe, máxima autoridad militar alemana en Creta. Logrado su objetivo y antes de embarcarlo en un submarino británico trasladaron al general al interior de la isla. Durante semanas estuvieron moviéndose sin cesar entre el laberinto de cuevas y cumbres de la alta montaña cretense. Una mañana, cuando los primeros rayos de sol reverberaban sobre la nieve del monte Ida, Kreipe recitó la primera estrofa del poema latino “Ad Thaliarcum”, obra de Horacio. Leigh Fermor, latinista convencido y admirador de Horacio, completó en voz alta el poema. A pesar de la situación en la que estaban, confesaría más tarde, nunca más pudo mirar a aquel hombre como a un enemigo.
No todo fue épica en Creta durante la guerra. En un accidente ocurrido al limpiar su fusil, Paddy mató al guerrillero Yanni Tsangarakis. A pesar de que desde el primer momento quedó claro que se trataba de un accidente, los hermanos del muerto, atendiendo a la justicia tribal montañesa, juraron venganza. La desgracia solo pudo reconducirse muchos años más tarde cuando la familia Tsarangakis declaró oficialmente su perdón. Para celebrarlo se celebró una fiesta abundantemente regada y un baile. Leigh Fermor se convirtió en el padrino de la hija de uno de los hermanos. J.C.