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Antxon Lafont Mendizabal | Peatón

Melilla y Lampedusa, paradigmas

El fenómeno de la inmigración, ya sustancial, cobra aún más importancia cuando nos enteramos de episodios de barbarie, condenables en cualquier régimen. El Gobierno actual de esa forma de España tan católica en el camino de vuelta al franquismo instala verjas equipadas de cuchillas y concertinas destinadas a herir y a mutilar gravemente al emigrante que las traspase. ¿Qué valores quedan de las pompas y de la Obra del ministro del Interior español? Hoy, la inquisición «marca España» confirma el nivel cultural de un país sin aciertos que cree que sigue siendo algo porque tiene «la mejor liga del mundo».

En el suma y sigue para fervientes ciudadanos, el concepto de perdón ignora la alteridad; el perdón se recibe y solo se concede si conviene. Entre vela y candil, entre jaculatoria mántrica y plegaria farisaica, atrona el reconfortante jadear del odio. ¿Qué piensan las conferencias, episcopales o no, de la indigente política de inmigración de la UE, zoco sin identidad, suelo sin tuétano, tan encogida al proclamar la mínima delicadeza humana?

Las modernas avestruces se llaman muros de separación que cuanto más altos sean mejor esconden nuestras miserables taras de egoísmo y de petulancia acomplejada. Escribo indignado, pero asumo la indignación que me producen las pamplinas de mojigatos meapilas. No trato de dar lecciones de moral, pero dejo rienda suelta a mi ética, expresión subjetiva de mi ser vivo. Si el carca de turno me trata de demagógico, y así se tranquiliza, que invoque a su dios protección para su entorno sufridor más cercano.

El análisis del fenómeno de la inmigración tiene por lo menos dos vertientes que pueden superponerse si la manipulación mediática del dócil callejero lo exige. Las dos vertientes corresponden a la defensa de intereses mercantilistas por un lado y, por otro, al temor a lo desconocido y a la actitud securitaria de defensa de conceptos culturales.

La industria se constituyó con trabajadores exiliados del mundo rural de diversas provincias. Fue el caso de los andaluces emigrados a la actividad textil catalana y de los extremeños llegados a Euskadi, a los que tanto debemos. Los reflejos de protección no tardaron en surgir, como alergias reveladoras de la xenofobia reinante. Hoy la automatización de la producción pone en evidencia la diferencia entre la capacidad real de trabajo y las necesidades de mano de obra, consideradas como variables de ajuste. La plusvalía de producción automatizada con sus necesidades reducidas de horas de trabajo ha cedido en importancia a la plusvalía de especulación cuyas necesidades menores en horas de trabajo corresponden más a la nueva configuración de la riqueza. El paro aumenta y las bolsas suben.

El paro será endémico si nos obstinamos en conservar el modelo actual «de vida». Para evitar desórdenes sociales, la clase política tendrá que integrar las consecuencias del exceso de mano de obra productiva en una política innovadora de dedicación, solidariamente interactiva, de horas disponibles.

Por ahora no nos dejemos influenciar por manipuladores que atribuyen al «parásito» extranjero ventajas inexistentes. Incluso los inmigrantes clandestinos que trabajan en condiciones detestables generan valor añadido. Debemos defender todos los derechos humanos.

La utilización de un suceso ocurrido en Francia en un colectivo, los gitanos, que representa menos de 20.000 personas es escandalosa para un país que parece perder las marcas de libertad, igualdad y fraternidad de La Republique. El primer ministro socialista francés, Rocard, protestante declarado, dijo en su día que Francia no podía acoger toda la miseria del mundo. Cristiano bien pensante, ¿te acuerdas de palabras del Evangelio que decían «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era un extraño y me acogisteis»? Entran entonces en juego las consideraciones de moderación que transforman los conceptos de base religiosa en mosaicos de retórica que acaban en un acto de alabanzas universal entonando el «Cantemos al amor de los amores» y punto.

Mientras tanto imploran la apertura de Lampedusa y el cierre hermético y acuchillado de Melilla. Pascal anunciaba que «no pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, hagamos que lo que es fuerte sea justo». La solución del problema de la inmigración no se limita a la acogida de «la miseria del mundo». Los «ricos» que somos, por muchas crisis que vivamos, tenemos que ofrecer una política real de aumento de los recursos locales de las poblaciones afectadas, impidiendo, en particular, la destrucción de productos vitales en favor de cultivos de fuerte contenido energético. Añadamos que la política occidental de educación en países en vía de desarrollo o categórica-mente pobres es tan importante como la nuestra.

¿Qué puede colmar el impresionante espacio que separa a individuos nada pobres de los que lo son verdaderamente? Branko Milanovic recordaba que el 1% más pobre de la población danesa tiene más recursos que el 95% de los habitantes reunidos de Mali, Madagascar y Tanzania.

Si la faceta de carácter económico de la inmigración crea problemas cuyas soluciones rondan la mezquindad, los creados por la protección de los valores culturales «de los países invadidos» corresponden, sobre todo, a la egoísta repulsión del otro, el desconocido.

Hoy un pueblo corresponde más a una realidad multicultural que a una realidad biológica. La Historia ha forjado culturas. El fenómeno imparable de la inmigración modelará nuestra cultura e impedirá que se esclerose si permanece cerrada. Para nuestra cultura el nefasto concepto sabiniano de los ocho apellidos vascos es más ominoso, y atenta más a la riqueza cultural que ocho leyes de Wert juntas. Esas aberraciones siempre se han manifestado revistiendo diversas formas más o menos menguadas e irrisorias, como las barbaridades hoy renacientes de la Inquisición. En «Comus», John Milton ridiculizaba la convicción de que la castidad era la mejor defensa contra los sortilegios. Pues estamos buenos.

Es torpe considerar que la identidad o el alma de cada pueblo es su cultura inmutable y un tanto rígida. Los etnólogos, al contrario, consideran que la cultura es la resultante de valores, de tradiciones, costumbres y comportamientos; de sueños y aspiraciones. Así definida, la cultura conlleva una componente dinámica. Los valores han sido imperceptiblemente impuestos por criterios dogmáticos de carácter religioso sin actualización. Las tradiciones y costumbres se mantienen en la vida asociativa, en museos subvencionados y en fiestas populares conmemorativas. Conocemos fiestas y costumbres africanas y centroeuropeas, entre otras, que serán bienvenidas para enriquecer nuestra cultura. En cuanto a los comportamientos, las diferencias entre diferentes poblaciones van desvaneciéndose y serán indetectables dentro de dos o tres generaciones.

Nuestro sello será el euskera, vivo y enriquecido, que nos hace ser territorio, es decir, suelo + cultura. Sin esa «marca» pasaremos a ser solo suelo. Sería desolador que los comportamientos xenófobos formaran parte de nuestra cultura. Levi Strauss nos recuerda que «cada cultura se desarrolla y se fortalece gracias a sus intercambios con otras culturas».

Las categorías bien pensantes se empeñan en considerar que lo moralmente justificado no es siempre practicable políticamente. Así degeneran nuestras culturas.

Ninguna cultura tiene carácter de eternidad. Ninguna identidad tiene que generar exclusiones, tara frecuente de los nacionalismos rancios que consideran el patriotismo como un concepto cerrado, digno de mentalidades reaccionarias.

El comunitarismo, término todavía poco practicado en el Estado español, es considerado como un fenómeno migratorio que aísla al inmigrante en su colectivo comunitario. Sin extender el juicio de este concepto por ahora, dos reflexiones parecen útiles. Si esos grupos se crean, ¿la colectividad receptora está exenta de responsabilidad? Si ese comunitarismo se abre, bienvenido sea por la aportación positiva a nuestra cultura.

Tantos y tantos inmigrantes han demostrado más interés por la soberanía de nuestro territorio, estando aquí y ahora, que muchos vecinos, «étnicamente puros», a los que vendría bien estar un poco más viajados y alejarse de las tentaciones de colaboracionismo que poco o nada contribuyen a fortalecer nuestra cultura.

Un pueblo que acoge extranjeros según su ética de responsabilidad apuesta por su vitalidad y llega felizmente a provocar su ética de convicción.

¿No sería más aceptable abordar el problema global de la inmigración en clave de solidaridad? La solidaridad en un solo sentido no es más que generosidad que calma conciencias como un esparadrapo en una pata de palo. La solidaridad interactiva sanea cualquier tipo de convivencia.

En Euskal Herria, el problema de la inmigra-ción se plantea ya, e irá creciendo en intensidad generando problemas que conviene prevenir.

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