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Gara > Idatzia > Iritzia > Ezbaika 2006-06-09
Garbiñe Biurrun - Magistrada del Tribunal Superior de Justicia de la CAV
El derecho a decidir

La sociedad vasca y la ciudadanía vasca tenemos muchos problemas, algunos de ellos especí- ficos, graves y de complicada solución. Podemos estar de acuerdo en esto. También podremos estar de acuerdo que el problema más grave que hemos vivido en los últimos tiempos comienza a alejarse de nuestra vida personal y social. La amenaza diaria de la violencia terrorista se acaba porque, como no podía ser de otro modo, quien la causaba ha decidido abandonar esa vía, gracias a la presión social ­en todo orden­ y, sobre todo, es de suponer, a la constatación de haberse erigido en el mayor obstáculo para el abordaje de cualquiera de nuestros problemas. Sin embargo, como ocurre con todos los males crueles, injustos y prolongados en el tiempo, nos restan gravísimos efectos colaterales, además del tremendo sufrimiento. Sufrimiento que no ha sido unilateralmente sufrido, sino extendido a otros sectores de la sociedad, como resultado de decisiones políticas difícilmente justificables ­asesinatos de los GAL, torturas, alejamiento de presos, en esencia­, pese a la dureza de la violencia terrorista.

Uno de estos efectos inevitables de la situación vivida es el de la injusta deslegitimación de algunas ideas, y la dificultad de convivencia en nuestra sociedad, constatable a partir de una clara ruptura de la tolerancia entre los partidos políticos, hasta el punto de haberse llegado a la ilegalización de una fuerza política mediante una Ley que muchas personas consideramos injusta e inoportuna. También la ciudadanía vasca ha sufrido un gran desencuentro social, con base en la práctica desaparición del pluralismo político real.

No creo ni equivocarme ni arriesgar nada si digo que comenzamos a caminar hacia un futuro nuevo y si constato que algunos datos se están produciendo a singular ritmo. No parece lejano el día en que todas las fuerzas políticas se sitúen en condiciones similares para ofertar sus proyectos y para recibir la respuesta que la sociedad quiera darles. Existe voluntad política mayoritaria para conseguir esa nueva situación, seguramente porque existe una urgencia inaplazable a fecha cierta, y los recientes acontecimientos, declaraciones y gestos así lo revelan.

Desde luego que la recomposición del panorama político no es un fin en sí misma ­no debería serlo, al menos­. Es preciso lograr un escenario en el que sea posible acordar. Acordar para pacificar, acordar para normalizar; en definitiva, acordar para convivir. No se trata ahora de definir o listar los múltiples acuerdos a los que tendremos que ir llegando ­seguramente será bueno no agotarlos nunca y mantener metas en este sentido­, pero algunos terrenos parecen obvios. No será posible avanzar éticamente sin un gran acuerdo de frontal rechazo al uso de la violencia y su deslegitimación para dirimir ninguna diferencia, y tampoco será posible avanzar sin admitir la legitimidad de todas las ideas políticas y proyectos democráticos y respetuosos de los derechos de todas las personas. Habrá de acordarse, en definitiva, que, aun admitiendo la falta de normalidad política de este país y la necesidad de su normalización mediante acuerdos renovados sobre las cuestiones que siguen preocupando a una parte importante de la ciudadanía ­ relación con el Estado, particularmente­, ello no tiene ni ha debido tener nunca justificación alguna respecto de la violencia de ETA ni podrá facilitar nunca el final de la violencia. Porque no hay vínculo real entre el debate político ­legítimo siempre­ y la intolerancia límite que supone la violencia y porque todas las personas y grupos tienen derecho a sostener cualquier proyecto en el respeto absoluto a la vida, la libertad y la dignidad de todos.

Por ello, es buen momento para reflexionar sobre el derecho a la libre decisión acerca del futuro político de nuestra sociedad, aunque no sea el primer buen momento para ello. Nunca debió intentar deslegitimarse este derecho, reivindicado desde posiciones de absoluto respeto democrático, mediante injustas vinculaciones finalistas con quienes ejercían la violencia. Por ello, nunca me pareció inconveniente ni inoportuno reflexionar acerca de los cauces que permitirán a esta sociedad decidir libremente su futuro y, por eso mismo, este momento me parece igual de interesante, y, desde luego, espero que más viable.

No se puede negar que la relación de Euskadi con el Estado ha sido, cuando menos, complicada e insatisfactoriamente resuelta. Ocurre, además, desde hace algún tiempo, que la progresiva adquisición de derechos por parte de la ciudadanía en todos los órdenes de la vida personal, política y social revela con particular brusquedad y paradoja democrática la negativa a permitir una libre decisión acerca de la vinculación política de un determinado grupo humano con un Estado. El siglo XX ha sido el del progreso de los derechos y de las ideas, el de la profundización de las democracias, de las sociedades del bienestar ­con sus luces y sus sombras, desde luego­, y lo hemos asimilado sobradamente y con responsabilidad. El mundo funciona mejor, es más justo y más abierto cuando permite la expresión de los derechos de las personas, cuando respeta su dignidad y cuando potencia cauces de superación de viejos conflictos.

Uno de estos viejos conflictos, este nuestro con el Estado, ha tenido ocasiones varias para avanzar por vías de solución, esto es innegable. Desde luego, esta sociedad ha avanzado desde 1978 y lo ha hecho decidiendo ser más autónoma, tener más capacidad de autoorganización y de decisión. Siempre que ha sido posible, la sociedad vasca ha apostado por ampliar los terrenos en los que va a poder autonormarse. Ahora bien, esas ocasiones han sido limitadas en cuanto a los contenidos: hemos jugado siempre en terreno muy acotado, sin posibilidad de definir el alcance del paso a dar, con una permanente sensación de encorsetamiento y de falta de libertad, de enfrentarnos a tabúes eternos. No estamos en el punto presente porque así lo hemos querido expresamente, sino porque era el punto más avanzado al que se ha podido llegar. En todo caso, existe una sensación importante de frustración y de no haber podido nunca decidir de verdad, desde la raíz, la relación con el Estado; queremos decir que lo que sea lo será porque así lo decidimos, porque consideramos que tenemos derecho a ello.

Nunca he entendido la limitación al derecho a decidir, a que las sociedades se autodeterminen. No comprendo los vínculos sagrados en ningún orden de la vida, salvo los que se adquieren desde la razón y desde el entendimiento, aunque se basen en el sentimiento. No conozco ninguna razón jurídica o política de la que se derive la imposibilidad de ejercer el derecho a adoptar decisiones que no perjudican derechos de ninguna otra persona. Siento que la razón que acostumbra a invocarse, la Constitución de 1978, se esgrime a estos efectos como ese vínculo sagrado ajeno a nuestra voluntad y, sobre todo, ajeno e impermeable a todo razonamiento democrático. Razón democrática es la que debe permitir que la sociedad vasca decida en libertad ­ahora la vamos a tener toda la ciudadanía en serio, sin amenaza­ qué quiere hacer de su futuro. Razón democrática es la que debe permitir incluso que esta sociedad se equivoque libremente.

Sería magnífico que la reflexión sobre este derecho y el modo de ejercerlo pudiera aunar voluntades, contribuir a recuperar la convivencia y a ilusionarnos sobre nuestro futuro. Sería también magnífico que el ejercicio libre de este derecho nos una, aunque no todos decidamos lo mismo. Todas las relaciones humanas, si son libres, son más profundas y duraderas; las separaciones libres mantienen el respeto hacia el otro; la imposición no genera ni convivencia ni respeto. Yo apuesto por la libertad y por el respeto, no por un concreto futuro, sobre el que ya me pronunciaré cuando pueda decidir. -


 
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