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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-10-16
Sabino Cuadra Lasarte - Abogado
¡Vivan los rojos!

Todas las personas contamos con alguna anécdota de esas que nos suceden y luego recordamos con cariño durante toda la vida. Son imágenes que nos atrapan y empapan y ya nunca olvidamos, quedando grabados en nuestra memoria multitud de detalles que rodearon las mismas; el día y lugar en que sucedió, quién nos acompañaba, el tiempo que hacía y otros muchos detalles más. Pues bien, el pasado 12 de octubre será una de estas fechas.

En Iruñea estaba anunciada la celebración de una manifestación falangista para el mediodía. Desde primeras horas de la mañana, el ancestral retumbe del zanpantzar se extendió por las calles de Alde Zaharra llamando a ahuyentar los malos espíritus. Junto a él, una joven batucada expandía sus rítmos y cadencias a modo de conjuro contra la peste anunciada. En el auzolan festivo participaban también trikis, txistus, zancudos...

La Policía impedía la salida de toda esta movida multicolor hacia zonas cercanas al lugar de concentración del fascio casposo. Junto a éste, un nuevo cordón policial cerraba calles y aceras a los viandantes «en previsión de males mayores», según nos rechinó un educado agente del orden. Eran ya la una y media, la hora de dar comienzo a la manifestación, y en la acera de la Estación de Autobuses tan solo había quince o veinte concentrados, con sus chamarrillas ceñidas, su gomina y sus pantalones militares. En los alrededores, mientras tanto, cientos de personas que habían conseguido burlar los controles policiales puestos por Ripa, nuestro popular delegado/gobernador, tomaban posiciones. Gritos y pareados varios recordaban el historial de los hijos del Conde de Ahumada, los fundamentos profundos de la sagrada hispanidad, a la par que expresaban sus dudas sobre la virginidad de la vecina Pilarica.

Pasadas las dos llegaron los autobuses del fascio importado (el propio lo tenemos en el Gobierno; por eso no necesita manifestarse). Poco más de cien falangistas bajaron de ellos. Había más banderas para repartir que manos para sujetarlas. Superprotegidos por la policía y por varias decenas de personas de sospecho- sa identidad, comenzó su triunfal manifestación. Encapuchados y enmascarados los unos, portando bates de beisbol los otros; niñatos de gimnasio éstos, fósiles atapuercanos los de más allá, y todos ellos, eso sí, «la mirada clara y lejos y la frente levantada», recorrieron sus doscientos metrazos de cacho-manifestación gritando pacíficas consignas en las que mezclaban alabanzas al paredón, amenazas de muerte varias, loas a la pena capital y chanzas relativas a los asesinatos de Lasa y Zabala. Y la policía, mientras, sacudía estopa a los que los increpaban desde las bocacalles adyacentes, que ya estaba bien de tanta provocación antidemocrática.

Pues bien, fue tras una de estas cargas que ocurrió lo que ocurrió, que es de lo que en realidad va este escrito. Mientras todo aquel relicario entonaba sus himnos en la plaza del Vínculo («voy por rutas imperiales caminando hacia Dios» y cosas de esas), a los pies del Corte Inglés, y nosotros tratábamos una vez más de acercarnos a ellos para que pudieran oír también nuestras opiniones al respecto, escuché a mis espaldas un fuerte grito: «¡Vivan los rojos!, ¡vivan los rojos!». Me volví y vi a un hombre de unos75 años que, con todas sus energías y crispado por la más profunda indignación, lanzaba de esa manera sobre aquellos fascistas el recuerdo siempre presente de los tres mil fusilados navarros y la dignidad de una izquierda que nunca lo ha olvidado.

Fui a saludarle, dándole un medio abrazo y un fuerte apretón de manos. Me dijo que su padre fue un militante comunista a quien asesinaron los predecesores de aquella fauna. Mostró a su vez su enfado por los gritos que se daban a su alrededor en contra de la bandera española, pues afirmó una y otra vez que aquella no era tal, sino la bandera de la monarquía, la bandera de los borbones, la bandera del fascio alzado contra una República democráticamente elegida, y que no se podía llamar bandera española a aquello.

El meneo que había en la zona no daba para largas conversaciones, así que en lo dicho quedó todo. Y allí continuó aquel señor, impasible a las cargas policiales, sacando decenas de años de rabia contenida a través de aquel «¡Vivan los rojos!» que tan hondo me llegó.

Mientras tanto, en la otra punta de Iruñea, en el cuartel de aquellos que fueron de los primeros en sumarse al golpe del 36 tras asesinar a su comandante republicano, la Guardia Civil celebraba el día de su patrona, de esa virgen aparecida tras una batalla que nunca existió, y el de la sagrada Hispanidad, ese profundo concepto que, tal como la Historia ha demostrado, tiene tanto contenido real como la propia virginidad de la antes comentada.

En la celebración estuvo presente, como no podía ser menos, nuestro inefable Sebastián, Arzobispo de la Navarra foral y española. En ella, el prelado, a quien según todos los indicios le va más la marcha militar que el gregoriano, no dudó en calzarse el tricornio de gala del benemérito cuerpo y reírse a sí mismo la gracia, mientras alzaba su brazo y mano en un gesto que recordaba a los que en esos momentos estaban haciendo los enardecidos falangistas en la Plaza del Vínculo, a los pies del Corte Inglés.

La espada y la cruz, pareja de hecho y derecho a lo largo de toda la historia española, desfilan hoy juntas de nuevo en la fiesta de la Hispanidad envueltas en nostalgias imperiales. Ese día, en las calles de Iruñea, con los papeles un tanto cambiados, el Arzobispo vistió tricornio y la policía repartió hostias. No es la primera vez, desde luego, en la que los mosquetones y los hisopos andan un tanto confundidos en esta tierra. Tres mil familias navarras pueden dar testimonio de ello. ¡Qué pena, pues, que el grito de «¡Vivan los rojos!» que yo escuché no llegara también a los oídos sordos de Sebastián! Se lo ganó a pulso. -


 
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