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Paz en los infiernos

Elena Martínez | Doctora en filosofía

Triste e hiriente es la palabra «biquini». Aun cuando la prenda no lo sea. Denominación imaginativa, añade a su definición un diccionario alemán en la entrada correspondiente. El ingeniero francés que lo diseñó consideró que relacionar su nombre con las pruebas atómicas que Estados Unidos estaba realizando en aquellas islas del Pacífico, resultaría atractivo y comercial. ¡Y lo fue! Las mujeres en biquini tendrían una fuerza explosiva comparable a la de las bombas lanzadas allí. Sí, una vez más, en las fantasías masculinas de calor se mezclarían guerra, conquista, sexo, agresión. Una asociación de ideas fácilmente asimilable por la muchedumbre. Incluso en esa desgraciada época en que, recién acabada la guerra mundial, los supervivientes de los campos de concentración, los afectados por la radioactividad, los exiliados, los perseguidos, intentaban recuperarse, buscaban por el mundo un sitio donde quedarse.

En cuanto a los habitantes de Bikini, se les había pedido que dejaran el lugar donde vivían «por el bien de la humanidad». Accedieron, y fueron trasladados a otra isla de menos recursos naturales, donde se vieron obligados a malvivir. Mientras tanto, la supuesta humanidad estaba ya a otra cosa, y los ignoró. Sesenta años más tarde, la devastación y contaminación causadas en la zona, junto a las promesas incumplidas, aún no les han permitido regresar.

También por aquel mismo tiempo, las llamadas «doncellas de Hiroshima», en su día niñas que habían quedado desfiguradas por la bomba, y que ahora estaban ya en edad de poderse casar, fueron llevadas amable y compasivamente en aviones militares al país del verdugo para que allí les fueran hechas un sinnúmero de operaciones de cirugía estética gratis, con el fin de recomponer sus rostros. Se trataba, en términos de propaganda, de que, a la vuelta, encontraran marido.

Tras haber utilizado la destrucción atómica para adelantar el desenlace de la guerra en beneficio propio, nada mejor para los Estados Unidos que dar una imagen de buena voluntad, mostrando una actitud comprensiva hacia aquellas jóvenes, ante todo tan necesitadas de contraer matrimonio. Sin embargo, no es la caridad virtud en quien persevera en hacer daño, en quien no conoce dolor por lo mal hecho, ni tiene propósito alguno de no repetirlo.

Hueca y tonta suena la palabra «paz» dirigida al aire que sopla y se la lleva, cuando es sabido que los militares mantienen a los científicos investigando a sus órdenes en proyectos en absoluto pacíficos, y a sus tropas dispuestas. Y que estamos a expensas de sus manejos, en gran parte secretos. Ellos han seguido llevando adelante desde entonces guerras en cualquier parte del mundo, el empobrecimiento, la expoliación, la injusticia. Pero hacia ellos no dirigimos la mirada. Mejor bajar la vista, a pesar de que atacan desde arriba.

Un cuento sufí dice que una noche vieron a Nasrudin buscar algo a la luz de una farola. Se le había caído la llave al abrir la puerta de su casa. «¿Por qué no buscas donde la has perdido?», le preguntaron. «Porque aquí está más iluminado», contestó.

Kristina Zarlengo, quien se ha ocupado de estudiar las amenazas que pesan sobre la población civil, y las ideas sobre feminidad de la época atómica, explicaba al llegar el cambio de milenio por qué, además de tenebroso y temido para los unos, el Apocalipsis termina por ser el único refugio y consuelo en la fantasía de los otros, esos oprimidos incapaces de reconciliar el mundo con la estima de sí mismos.

Soñó el poeta húngaro Attila Jószef que «los humanos del futuro serán fuerza y dulzura/ romperán la máscara de hierro de la ciencia/ para hacer visible el alma sobre el rostro del saber/.../ ojalá os parezcáis a ellos/ para que vuestros niños puedan atravesar/ sin culpa alguna y pies de lirio/ el mar de sangre que se extiende entre ellos y nosotros».

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