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Un proceso con sólidas bases que puede y debe ser reactivado con voluntad política

ETA ha dado por finalizado el alto el fuego permanente que inició el 24 de marzo de 2006 con el objetivo de «impulsar un proceso democrático». Ese alto el fuego era un paso más, importante sin duda, en una marcha que se había iniciado ya años atrás. La semilla de esa suspensión de las acciones armadas se dejaba caer, por tanto, sobre un campo sembrado.

Ese trabajo previo permitió que ETA hiciera ese anuncio en un momento difícil para la izquierda abertzale. De hecho, sólo unos días antes se habían producido las muertes de dos presos políticos vascos, Igor Angulo y Roberto Sáenz. A ese contexto de sufrimiento inducido por la política penitenciaria había que añadir la voraz actuación de la Audiencia Nacional española contra la izquierda abertzale. Mientras la amenaza de la cárcel se cernía sobre Arnaldo Otegi, otros portavoces destacados del movimiento independentista, como Juan Mari Olano o Juan Joxe Petrikorena, estaban entonces en prisión.

Si bien algunos agentes políticos trataron de restar valor de iniciativa política a ese alto el fuego, lo cierto es que con sólo atenerse a lo escrito por ETA ese 22 de marzo -esa organización de la que Jaime Mayor Oreja dijo que «nunca miente»- se comprende que estábamos ante una muestra de voluntad por parte de la organización armada para favorecer un proceso de diálogo, en la doble vía diseñada en Anoeta, tendente a garantizar un escenario de igualdad democrática en Euskal Herria.

Pese a la esperanza despertada en la ciudadanía por una iniciativa de ETA que quien más quien menos interpretaba como una demostración de los buenos anclajes del proceso, ese paso hacia la distensión fue «saludado» por la Ertzaintza con la detención de dos ciudadanos para completar condena. Sólo habían pasado unas horas del paso dado por ETA y ya se atisbaba que uno de los compromisos asumidos por el Gobierno en los meses anteriores, el de levantar el pie del acelerador represivo, iba a convertirse en un auténtico talón de Aquiles.

Así ocurrió, y la vertiginosa actuación del juez Grande-Marlaska se sumó a la política de freno aplicada por José Luis Rodríguez Zapatero. Tras meses de escuchar a líderes de distintos partidos, incluido al presidente del Gobierno español, que en una situación de no violencia el diálogo sería una realidad inmediata, lo cierto es que el alto el fuego de ETA dio paso a una política de dilaciones -ya arguyendo la necesidad de «verificar» el alto el fuego, ya con las exigencias a Batasuna sobre su legalización- que fue minando la confianza, a decir de los expertos en procesos de paz, el bien más difícil de ganar y más fácil de dilapidar en una negociación.

Ni un solo gesto de buena voluntad

La previsible actitud del PP de boicotear el proceso político sirvió para tejer una tupida red alrededor del Gobierno, que se enredó en ella, hasta el punto de gastar más energía política en desmentir avances en el proceso de solución del conflicto que en dar realmente los pasos necesarios para impulsar el mismo. El Gobierno del PSOE tenía en sus manos adoptar decisiones que no implicaban más que aplicar la ley. Eso sí, la ley desnuda del plus de ensañamiento con que se aplica a los ciudadanos vascos. Sin embargo, no acercó a un solo preso, ni excarceló a prisioneros enfermos. Es más, en su vano intento de frenar la oleada ultraderechista, se adentró en el pozo sin fondo de las reformas de la ley y de los cumplimientos íntegros de las condenas. Por difícil que sea de creer, a las puertas de un alto el fuego, el ministro de Justicia del PSOE, Juan Fernando López Aguilar, pronunció la desafortunada frase sobre la «construcción» de nuevas imputaciones con las que mantener a los presos vascos en prisión una vez cumplida su condena. Esa doctrina, que no ha desaparecido tras la salida del ministro, corre paralela a la decisión adoptada el 2 de marzo de 2006 por la Audiencia Nacional en el sentido de «revisar» las condenas de 180 presos políticos vascos.

La «construcción» de López Aguilar tuvo que ver y mucho en la retención en prisión de Iñaki de Juana Chaos por un delito de «amenazas veladas» y esa sentencia arbitraria dio paso a una huelga de hambre del preso donostiarra que, mediado el otoño, centraba todas las miradas, mientras en un plano más discreto el proceso de diálogo a tres bandas sufría un grave deterioro ante la negativa de PSOE y PNV a avanzar en un compromiso sobre el derecho de decisión y la territorialidad.

Con el proceso al borde del coma, y mientras las detenciones y, lo que es más grave, las denuncias de torturas, sumaban obstáculos al escenario, ETA llevó a cabo un atentado en Barajas cuyas consecuencias superaron las intenciones de la organización armada y vinieron a añadir incertidumbre sobre el proceso. Tras las dos muertes en la T-4, el Gobierno español dio por roto el diálogo. Ayer, en su valoración del anuncio de ETA, Zapatero afirmaba que «ha realizado todos los esfuerzos posibles» para alcanzar la paz. Gran paradoja para un mandatario que durante meses se ha jactado de que su gobierno «ha hecho menos» que el PP. Y gran contradicción la de afirmar que ha buscado «un marco de convivencia en el que puedan defenderse democráticamente todas las opciones y se supere el enfrentamiento».... al poco de haber ordenado al fiscal y al abogado del Estado buscar la ilegalización de partidos y candidatutas.

A la espera de que la reflexión gane terreno a las declaraciones apresuradas, la primera constatación a hacer tras el anuncio de ETA -ése que «no ha sorprendido» a PSE y PNV, claro está porque Barajas no interrumpió la comunicación...- es que lograr un escenario en el que se supere el enfrentamiento y se puedan defender todas las ideas, obliga a redoblar los esfuerzos. La historia enseña que en todos los procesos de normalización se producen dientes de sierra. También que no hay obstáculos insuperables cuando todas las partes implicadas tienen la voluntad política necesaria.

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