Escribo estas líneas desde un lugar que simboliza como pocos el fin del mundo, y pienso que es justo el apropiado para hablar de este disco de Juan Carlos Irizar y ese sentimiento del mar y la montaña.

Todos tenemos una melodía en nuestra vida. Esa «Música» con mayúsculas que, cuando la oímos, nos emociona hasta la raíz del pelo, porque nos recuerda lo que somos, lo que fuimos, o porque nos susurra los moemtnos que nos han hecho como somos.

Desde que comencé a realizar expediciones ha sido normal para mí escuchar músicas que he terminado identificando con un paisaje o un momento de nuestras aventuras, de tal forma que después, mucho después y mucho más lejos, los paisajes y los sentimientos se me aparecen al compás de unas notas musicales. Creo que, de la misma forma que podemos abrir la mente y dejar volar la imaginación recordando las lecturas juveniles que la poblaron de paisajes exóticos y mágicos, de aventuras inciertas, las creaciones musicales nos hacen viajar, ilustran y enriquecen nuestra vida con la intensidad de quien se siente amante de ese tiempo de aventura. Y no nos dejan indiferentes, porque arrastran nuestro corazón y despiertan nuestro impulso más vital.

La música de Juan Carlos tiene la esencia de la intensidad humana y la pasión por el paisaje -la primera virtud de todo aventurero- y, a través de ella, no sólo podemos recorrer territorios de la montaña y el mar, sino que podremos oler, ver y palpar sus emociones. Es la vida y la aventura, los prodigios que corren por las venas de estas músicas, envueltas en sus notas por una balsámica sensación de verdad.