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Mertxe AIZPURUA | Periodista

El rostro de Munilla

 

La memoria me ha traído esa frase de que la cara es el espejo del alma. Es uno de tantos dichos que ha caído en desuso. Será porque apenas se habla ya del alma. El rostro, en cambio, es hoy valor magnificado. Miro la cara del obispo Munilla y pienso que la frase encierra bastante verdad. Doble papada, frente despejada, rostro rollizo y nutrido, sin fronteras con la miseria. Boca estrecha, de rictus afilado, comunicante con un estómago pletórico y feliz que irradia pensamientos de náusea. Incumple más de uno de los diez mandamientos este mitrado que ha dicho que la tragedia de Haití es problema menor frente a nuestra pobre situación espiritual. Lo ha soltado sin inmutar su rostro rígido, de piel pétrea, sin un solo poro por el que fluya una gota de piedad ni un escalofrío de compasión. Para Munilla vale más un nasciturus que los miles de vivos y muertos abrasados en el infierno haitiano. Su misión es otra: perseguir homosexuales, completar listas de curas vascos herejes y preservar, en fin, el dogma divino por encima de cualquier rasgo humano. Divinidad y humanidad son cualidades incompatibles.

Si la cara es el espejo del alma, a falta de alma sólo queda rostro. Busquen la imagen de Tomás de Torquemada en una enciclopedia. Verán que Munilla y el Inquisidor General de Castilla se parecen como dos gotas de agua. Y si observan la expresión, les parecerá que ambos perdieron el alma en una curva de sus dobles papadas. En cualquier caso, desconfíen también de él si un día aparece con rostro amable y sonrisa sincera. Ya lo advirtió Jonathan Swift: cuando el diablo está satisfecho, parece una buena persona.

 
 
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