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Iñaki Egaña Historiador

Tocomocho

En política, las promesas, proyectos, declaraciones, etc. se toman, a menudo, con aprensión y, en general, con reparo. Sabemos que el vacío de las palabras puede y suele ser monumental y que donde dije «digo» la transmutación en «Diego», «quise decir», «se me ha entendido mal» o «no es el momento para aquello», está a la orden del día. El mundo de la política está repleto de mentirosos.

Ejemplos de última hora nos han llegado estos días. Personalmente, al igual que ustedes, he asistido a declaraciones que sonrojan a cualquiera que tenga memoria. La lista, como la historia que contaba Michael Ende, sería interminable. No por ello, sin embargo, deja de ser reprobable. Los hay que siempre ganan y salen a flote, como los corchos. Con un rostro descomunal.

De entre todos estos ejemplos voy a rescatar uno que, por su magnitud, me parece que no le hemos dado la dimensión que merece. Y, quizás por esta razón anuncio su escándalo, porque de eso se trata. De un escándalo. En tres dimensiones, como las películas modernas de «Coraline» o «Avatar». No me refiero a un escándalo cultural sino a otro de corte económico. No lo tomen a mal. Me refiero a la privatización de tres de las cajas de ahorro vascas (la navarra ya es historia).

Las cajas de ahorro vascas nacieron como contrapeso a la fiereza natural de empresarios y banqueros, ávidos de ganar dinero a costa del sudor ajeno. Desde las cajas se habilitaron créditos, ayudas, montes de piedad... con el soporte institucional de ayuntamientos y diputaciones. Los beneficios revertían en forma de escuelas, hospitales y, en general, un reparto del mismo en «obras sociales y benéficas».

No han sido, sin duda, un modelo excepcional para las causas de los trabajadores y del pueblo en general, pero sí al menos una fuente de financiación para nuestros ayuntamientos e instituciones, incluso para decenas de símbolos propios, como los equipos de fútbol, alguno de los cuales habría desaparecido no hace mucho de no ser por el apoyo de su correspondiente caja territorial.

La diferencia de las cajas con los bancos era abismal. Los dividendos de los bancos revertían en sus accionistas. Los mayores iban acumulando tanto dinero que sus beneficios fueron astronómicos. El Banco de Bilbao y el Banco de Vizcaya se conformaron con patronos mineros, navieros, empresarios, oligarcas, que se beneficiaron sobre todo, de su adhesión a los principios políticos de España (soporte de Franco durante 40 años) y a las reglas del capitalismo más inhumano.

Jamás fueron aquel «Banco Patriótico Bascongado» que, quizás románticamente, intentó crear la Sociedad Bascongada de Amigos del País. Ni la oligarquía vasca (¿tiene el capital patria?), ni los gobiernos españoles dejaron espacio a la autonomía económica vasca. Unos y otros serían capaces de cualquier patraña, hasta incluso la abolición de los conciertos económicos, con tal de mantener su negocio.

En 1988 se fusionaron los dos bancos hegemónicos, el de Bilbao y el de Vizcaya, y a partir de ese instante la carrera por el control político de los mismos se hizo tan notoria que hasta quienes no somos expertos en el tema nos desayunábamos un día sí y otro también con noticias de los zarpazos entre grupos económicos. Hasta que un sector económico y político de nuestro país, representado por el PNV, se vio desplazado definitivamente. Ganó la España sin matices. Las cajas serían el único refugio de los jeltzales.

A partir de entonces, y obviamente de la nueva coyuntura política y económica española de la que se contagiaron, las cajas vascas perdieron su identidad originaria. Nada es inmutable, es cierto, y la continuidad no debe de ser norma. Pero las cajas vascas se lanzaron a una expansión desenfrenada, abriendo oficinas en España sin ton ni son, con la idea del préstamo como objetivo prioritario. Préstamo al constructor, préstamo al comprador. El ladrillo. La especulación.

Las cajas vascas no eran bancos pero se habían dejado seducir por su brillo. Por sus beneficios inmediatos. Y copiaron muchos de sus métodos. Hasta donde la ley les permitía. O hasta donde suponían que les permitía. Vergüenza ajena. Les salvó, en su solvencia, que su nicho originario era leal. El vasco.

Hasta que llegó la crisis financiera de 2008. Provocada por la voracidad insaciable de los bancos, que quisieron ganar el triple de sus previsiones. Al punto de la quiebra, nuestros impuestos y los recortes del bienestar les dieron de nuevo estabilidad. Y, tras anunciar que volverían a las andadas, recalcaron su entrada en nuevos valles, los de las cajas. A estas alturas, una especie de bancos de control público. Un botín extraordinario: el 50% del dinero en circulación.

Pero para ello había que seguir un guión. Cambiar la ley, sacar a bolsa sus participaciones, eliminar a las entidades fundadoras de su control (ayuntamientos y diputaciones), olvidarse de la representatividad de los clientes, etc. El Banco de España, el verdadero lobby de los oligarcas españoles, ya marcaría las pautas.

Cuando llegó el anuncio, las voces que se alzaron contra la privatización de las cajas (expresión al gusto de ELA) o la bancarización (concepto usado por LAB), fueron casi unánimes. Las razones de muchísimo peso, evidentes. Sindicatos, partidos políticos, agentes sociales... hasta el ex lehendakari Ibarretxe salieron a la palestra ante la posibilidad de que nos robaran nuestras cajas y las entregaran a cuatro desalmados. Debemos proteger las esencias, también las económicas.

Sin embargo, poderoso caballero es don dinero. A un sector económico, ligado al PNV como también es notorio, se la fuma el país. El dinero no tiene patria, respondiendo a la pregunta inicial. Colocaron al frente de su proyecto a Mario Fernández, para intentar crear lo que antes tuvieron (con el Bilbao y el Vizcaya), un banco a la medida. Un banco a partir de las cajas vascas.

Un líder, Mario Fernández, que venía precisamente de la dirección del BBVA, donde por cierto estuvo envuelto en el escándalo de las cuentas secretas. La Fiscalía Anticorrupción quiso imputarlo, pero el juez Garzón, nuevamente Garzón, lo dejó fuera. Ya sabemos de las debilidades del juez estrella con los directivos de la banca. Colegas para siempre.

La conversión de las tres cajas vascas en un banco es una de las mayores tropelías que se pueden cometer en nuestro país. Un ataque directo contra nuestro sistema financiero, o al menos contra las bases de lo que pudiera ser el mismo en un futuro menos ligado a la corona española. Del tipo de aquella abolición de los conciertos económicos que promulgó Franco en junio de 1937.

No es un capricho el proyecto de ese sector económico liderado por Mario Fernández. Es un caballo de Troya. Y es un enorme fraude el hecho de acelerar su plasmación en una carrera que pretende entrar en el Libro Guinness. No hace falta ser muy avispado para conocer el por qué de la «velocidad de crucero», utilizando la expresión de un determinado medio de comunicación, que ha tomado la iniciativa. El cambio electoral.

Y ahí llega el tocomocho. No es de recibo, por ejemplo, que H1! tenga 13 representantes en la Asamblea General de kutxa cuando tiene 12 concejales en Gipuzkoa. No es de recibo que una composición obsoleta de órganos de dirección de las cajas, ya viciados por la antidemocrática Ley de Partidos, decida sobre el futuro de una cuestión estratégica y vital para la supervivencia de nuestro país.

Es un fraude descomunal hacerlo en estos términos, y por eso las prisas, el entregar en bandeja a los especuladores del dinero, a las rapiñas del mercado, un modelo financiero social con más de cien años de antigüedad. Es un fraude porque la representatividad de los que lo van a hacer, previsiblemente en setiembre de este año, es falsa. No se corresponde con lo que ha votado este país hace unas semanas.

De llevarse a cabo, la responsabilidad histórica de Mario Fernández, y la del sector que le apoya, será directamente proporcional al daño que van a infringir al futuro de nuestro país.

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