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Historia

Pasaron por aquí

Militares, escritores, intelectuales, aventureros... cada cual y a su manera, han aportado su testimonio cuando su recorrido vital quiso guiarles hasta estas tierras. Sus experiencias y miradas ajenas forman parte de nuestro legado y aportan, a través de sus muy diversas perspectivas, una rica mescolanza de emociones, anécdotas y crónicas que enriquecen nuestro propio patrimonio histórico y cultural.

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Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

Nuestro primer visitante irrumpe de entre la bruma de un lejano 15 de agosto del año 778. En realidad, quien avanza en primera línea es el monarca más poderoso de la tierra y quien le secunda un ejército acorde a sus ambiciones. Carlomagno regresa colérico de Zaragoza porque Amil Ibn al-Arabí se ha negado a rendirle pleitesía. Iruñea ha sufrido las consecuencias de su enfado y desde las cumbres de Ibañeta es posible observar las columnas de humo que se alzan hasta el cielo para anunciar la destrucción de la capital vascona. Quien nos interesa no es el humillado y rencoroso rey de los francos sino su sobrino y primer paladín, Roland. A él le corresponde vigilar las espaldas de su señor y para tal fin cuenta con la élite de un ejército compuesto por mesnadas sedientas de sangre.

Junto a Roland cabalgan los doce pares francos: Eginhard, Anselme, Ollivier, el arzobispo Turpin... personajes de leyenda para quienes la historia ha reservado un capítulo crucial en este recorrido zigzageante que bordea los Summitas montis Vasconum. El sol refulge en las polvorientas armaduras y las gargantas profundas de Luzaide dejan entrever sus fauces rocosas en cuanto la venganza cobra forma mediante un alud de piedras, troncos y flechas que arrastran consigo a la retaguardia de Carlomagno. Roland, herido de muerte, clava en estas tierras alejadas de Dios su espada Durendal y hace sonar su cuerno de guerra, el olifante, con intención de advertir a nuestro segundo protagonista de los peligros que acechan al viajero cuando no es bienvenido.

César Borgia hace caso omiso de esta advertencia, su orgullo le impide detener el paso. También vino aquí para quedarse para siempre. El eco de sus botas retumba por los pasillos del palacete de Viana que lo alberga en esta noche del 12 de marzo de 1507. César Borgia, hijo del Papa Alejandro VI, temido capitán general de los ejércitos pontificios, inspirador de Maquiavelo y ponedor en práctica de los ingenios militares creados por Leonardo da Vinci. Atrás han quedado sus días de gloria, las conjuras vaticanas han dado sus frutos y el trono de Pedro ya no soporta la ambiciosa soberbia de su padre. Huido del castillo de la Mota del Campo, César ha encontrado asilo en el convulso reino de su cuñado, Juan III de Labrit.

A pesar de que nunca antes había pisado estas tierras, ostentó cargo de obispo de Iruñea en el año 1491 y ahora, lejos de donde labró su fama y marcado por una sífilis que lo devora, se conforma con mitigar su furia militar participando en una guerra civil entre agramonteses y beamonteses que desconocen las sofisticadas tácticas renacentistas pero que hacen gala de una fiereza indomable. Sitiada la ciudad de Viana, los beamonteses han logrado colarse en el castillo donde aguantan algunos partidarios del traidor Luis II de Beaumont. César espolea su montura y enrabietado se lanza contra quienes han burlado el sitio. En el filo de su espada puede leerse su lema de batalla «Aut Caesar, aut nihil» («O César, o nada») y en la llamada Barranca Salada le aguardan emboscadas las tropas del segundo conde de Lerín que acabarán con su vida. Hubo un tiempo que un sepulcro fue dedicado a su memoria y en este, el peregrino que hincaba rodillas ante el altar de la iglesia de Santa María de Viana, podía leer lo siguiente: «Aquí yace en poca tierra el que toda le temía/ el que la paz y la guerra en su mano la tenía. Oh tú, que vas a buscar cosas dignas de loar/ Si tú loas lo más digno/ Aquí pare tu camino/ No cures de más andar».

Nuestro tercer visitante no porta arma alguna, ni tan siquiera es peregrino. Es un viajero ilustrado que lleva cruzado al hombro un zurrón de cuero repleto de papeles anotados. En la mañana del 30 de abril de 1801, Wilhem Von Humboldt hace un alto en su camino y desde las colinas de las que es posible disfrutar del paisaje costero de Donostia, escribe a su esposa Caroline: «Acabamos de pasar dos días indescriptiblemente bellos, Li. ¿Por qué no estás con nosotros? Hubieras disfrutado de un magnífico e increíble placer con las amables costas y los divinos panoramas sobre el mar».

Romance, espionaje y fiesta

Humboldt ha sido seducido por estas tierras y, sobre todo, por el idioma que hablan sus gentes y desde el primer viaje que realizó a Euskal Herria en 1779. En su segundo viaje quiere emplearse a fondo en el estudio de una lengua completamente diferente a todas las conocidas y, gracias a estos estudios sobre el euskara, el estudioso cimentará las bases que lo convertirían en uno de los fundadores de la Filología Moderna y Comparada. Como resultado de este periplo, legará para la posteridad un documento de alto nivel en el que se citan lo geográfico, antropológico, económico, histórico y social.

El viajero prusiano se deja llevar por las ensoñaciones que le aguardan en el camino. En breves fechas visitará Getaria y topará con la sombra de Elkano la cual le narrará la epopeya de los balleneros vascos, su presencia en las islas Spitzbergen, en Groenlandia, en el Estrecho de Davies, al norte de la Bahía de Hudson y en Terranova. Cae la tarde y su acompañante en esta ruta, un comerciante de Hamburgo llamado Georg Wilhelm Bockelmann, le acerca una botella de txakoli y un trozo de queso. Humboldt se deja llevar por las musas y lamias: «Escondido entre las montañas, vive a ambos lados del extremo oeste de los Pirineos un pueblo que, a través de muchos siglos, ha conservado su lengua primitiva, y la mayor parte de sus leyes fundamentales y costumbres, y se ha mantenido distante, tanto del ojo del observador como de la espada del conquistador, el Pueblo de los Vascos o de los Vizcainos».

La dieta espartana de Humboldt no se asemeja a la de Victor Hugo. «Los Miserables» se remueven en sus tumbas en cuanto su célebre creador se coloca una gran servilleta y anota en un cuaderno las viandas que se dispone a engullir: «Una ración de ostras arrancadas la misma mañana de las rocas de la bahía, dos costillas de cordero, una lubina que es un pescado delicioso, dos huevos al plato azucarados, una crema de chocolate, varias peras y melocotones, una taza de excelente café bien cargado, una copa de vino de Málaga y sidra a placer, ya que no me gusta el vino de odre». La relación de Victor Hugo con nuestras tierras viene de lejos, cuando su padre ejercía de general para José Bonaparte y entre platos de legumbres con huevos fritos y disquisiciones literarias, anotó en un papel: «Héme aquí en el país donde la V se pronuncia B».

Victor Hugo adora Pasai Donibane: «Pasajes -dice el escritor- no tiene más que una calle. Yo la he recorrido en toda su longitud. Nada más riente ni más sereno que el Pasajes contemplado del lado de la bahía; nada más severo ni más sombrío que el Pasajes visto por la parte de las montañas. Sus casas son palacios por delante y chozas por detrás. Cuando llegáis por el mar, vuestros pechos se dilantan y creéis hallaros en un lugar bucólico. ¡Oh, la dulce, la cándida e ingenua población de pescadores!, exclamais. Pero, entrad en sus casas: entonces os hallaréis ante hidalgos, respiraréis el aire de la Inquisición, y veréis alzarse, al otro extremo de la calle, el espectro lívido de Felipe II». Nuestro visitante ilustre detiene su paso y se atusa su barba frondosa y cana mientras observa una inscripción que alberga el Humilladero de la Piedad y que detalla que, en estas tierras, hubo un monarca llamado Carlomagno que besó la lona en las cumbres de Orreaga. Victor Hugo cree escuchar el sonido del olifante.

Entre 1914 y 1918, Europa se desangra en las trincheras y puertos como los de Barcelona, Málaga, Valencia y Bilbo se convierten en un hervidero de espías. Una holandesa llamada Margarita von Zelle hace una breve escala en la capital vizcaina en octubre de 1916 antes de proseguir su ruta hasta Madrid. Allí, se comenta entre los círculos de espionaje, ha concertado una cita con Canaris. Mata-Hari pasa de refilón por nuestra tierra arrastrando un baúl de viaje repleto de documentos y rupturas sentimentales, espionaje al más puro estilo belle-époque.

Nadie capta su presencia en el Arenal. En mayo de 1937, una sirena rompe la calma tensa de Bilbo. El miedo planea sobre un cielo gris y amenaza con descargar una lluvia de pólvora y acero. Una madre agarra de la mano a su hija, al fondo miradas inquietas observan las alturas. La cámara siempre atenta de Robert Cappa atrapa esta secuencias de guerra mientras Ernest Hemingway se pregunta por quién doblan las campanas. Cuando San Fermín fue un santo casi anónimo, el escritor estadounidense dedujo que si París era una fiesta, Iruñea debía ser ese territorio inhóspito en el que los visitantes podían recuperar sus constantes vitales a golpe de alegría, desencanto y romance. En el Hotel Ayestarán de Lekunberri dos norteamericanos brindan. Hemingway observa atentamente a su compañero de mesa cuya sola voz provocó, años atrás, el pánico entre quienes creyeron ser víctimas de una invasión alienígena. Una sola palabra suya -«Rosebud»- también provocó la cólera del magnate William Randolph Hearst y hoy, nuestro Ciudadano Welles -a través de un documental para la BBC y haciendo tañer a medianoche las campanas imaginadas por Shakespeare- redescubre a futuras generaciones de viajeros los encantos y fisonomía de una tierra abierta a infinitas posibilidades.

Joseph Conrad, el incierto

La presencia de nuestro viajero entra de lleno en los territorios de la conjetura. Sus amigos más cercanos, incluido el propio protagonista, aseguran su presencia en estas tierras cuando todavía no se llamaba Joseph Conrad. Por entonces era un joven espoleado por la aventura y su nombre original era Józef Teodor Konrad Nal´cz-Korzeniowski. Llegó al puerto de Marsella en 1874 y, en este momento crucial de su vida, afirmaría que se enroló en un barco dedicado al contrabando de armas durante las carlistadas. El legado de estas vivencias se puede intuir en “El Tremolino” (1906) y, sobre todo, “La flecha dorada” (1919), en cuyas páginas se narra un duelo motivado por un ajuste de cuentas sentimental que el propio Conrad aseguró haber protagonizado.  La imaginación se dispara ante estas crónicas juveniles en las que Conrad, sobre la cubierta de un barco, imagina la futura línea que dicta el rumbo que desemboca en un corazón de las tinieblas gobernado por un Kurtz con boina roja.

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