Una muestra ilustra el arte británico de la sátira
A lo largo de la historia, pocos pueblos habrán tenido la capacidad y a la vez la libertad de satirizar a sus políticos, sus clérigos, sus aristócratas e incluso sus cabezas coronadas, como el británico, según documenta ampliamente una exposición recién inaugurada en el Museo de Londres.
LONDRES
Londres, hervidero humano y metrópoli de todos los vicios, tuvo sin duda una licencia especial para ridiculizar incluso a los reyes hasta extremos que podían resultar inconcebibles para otros europeos. Ya en el siglo XVIII, muchos visitantes continentales expresaban su asombro por ver tantas veces caricaturizado al soberano británico. Jorge IV, rey caprichoso dado al lujo y al dispendio llegó a deber a sus sastres hasta 30.000 libras, fue uno de los blancos preferidos de los dibujantes, como lo había sido también, aunque por otros motivos, su padre, Jorge III, primer rey de la casa de Hannover nacido en suelo británico.Es una tradición que perdura hoy. Así, entre los objetos expuestos en la exposición figuran hilarantes muñecos de Isabel II, con tirabuzones, y su marido, Felipe de Edimburgo, enfundados en sendos lechos en forma de zapatillas con los colores de la bandera británica. También hay tazas y teteras con las efigies de primeros ministros, como la tantas veces ridiculizada Margaret Thatcher o el actual jefe del Gobierno, el laborista Tony Blair, y no falta incluso algún orinal con personajes especialmente denostados pintados en su interior. La sátira en Gran Bretaña tiene, ciertamente, una vieja tradición, y no sólo literaria Jonathan Swift, Lawrence Sterne, Samuel Butler, Henry Fielding y otros, sino también visual. Sátira política que no deja títere con cabeza, pero también sátira de tipo moralista, social o de costumbres, que fustiga los vicios, la prostitución, la embriaguez, etcétera. En la exposición londinense, que permanecerá abierta hasta el 3 de setiembre, hay excelentes ejemplos de ambos tipos de sátira, en los que destacaron artistas como William Hogarth, James Gillray, Thomas Rowlandson o George Cruikshank. El xenófobo Hogarth, quien, por cierto, rechazaba la caricatura por considerarla un género importado, está representado a través de algunas de sus series más famosas, como las tituladas “El progreso de una ramera” (1731) o “El progreso de un calavera” (1735), y grabados en los que denosta el abuso de la cerveza o la ociosidad. Se exponen también grabados anónimos, como uno de 1733 que muestra el mundo al revés: un buey que sacrifica al carnicero, un cordero que se come a un león o peces que pescan al pescador. Ese tipo de estampas burlescas tuvo tanto éxito que comenzaron a abrirse tiendas para su venta, como la de la señora Humphrey, cuyo escaparate se ha reconstruido en el museo gracias a que Gillray la inmortalizó en una de sus obras. Aquellas tiendas pronto adquirieron fama de servir de lugares de reunión de mercachifles, prostitutas y otras gentes de mal vivir, que tanto abundaban en la capital.
Las revistas satíricas Con el desarrollo del grabado en madera y la posibilidad de reproducción de las ilustraciones, nacerían en el siglo XIX las revistas satíricas. La de mayor éxito, que iba a dominar toda le época victoriana, es la famosa Punch, aparecida en julio de 1841, a la que seguirían otras de mayor o menor duración, como “Squib”, “Judy”, “Town Talk”, “Tomahawk” y “Vanity Fair”, de cuyas ilustraciones hay también abundantes ejemplos en la exposición.
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