Aunque para la legión de aficionados que abarrotó el miércoles Mendizorrotza la cita era con Paco de Lucía, la noche del martes estuvo marcada por la presencia, en diversos contextos, de los hermanos Marsalis.

Al inicio, los dos miembros más jóvenes de la saga, Delfeayo liderando el grupo al trombón y Jason a la batería, formaban parte de un quinteto que tenía poco que ver con el anunciado por la organización. Empezaron con solera: un blues y una swingueante pieza de Elvin Jones para abrir boca.

Poco después y, como no podía ser menos, homenajearon al gran paisano Louis Armstrong. Su celebérrimo “What a wonderfull world” sirvió para lucir el correcto fraseo, sin fisuras, de Delfeayo Marsalis. Su forma de tocar acusa, por supuesto, la influencia poderosa de J.J. Johnson pero sin el mordiente, la sabia acidez que imprimía a sus solos el maestro bop del trombón (suenan siempre tan atildados estos MarsalisŠ).

Decidieron despedirse con “The weary ways of Mary Magdalene”, composición del propio Delfeayo perteneciente a su primer disco, de 1992. Un ritmo pimpante y juguetón, que promovió la petición de un bis tan agradecido como el “It don’t mean a thingŠ”.

En medio, destacar algún solo de bravura del tenor Clarence Johnson III, y poco más. Una actuación entretenida e intrascendente que, de algún modo, asumió su calidad de entremés para el suculento banquete esperado por los aficionados.

Como era de esperar, Paco de Lucía, al frente de su bien armado octeto, desplegó todos sus recursos como guitarrista: trémolos hasta el límite del mástil, picados con velocidad difícilmente superable, ligados sobre todas las posiciones de acordes de la cadencia andaluza, diversas combinaciones de arpegios, etc. Un arsenal de incomparable virtuosismo regado por el cante de la Tana, y el eficaz acompañamiento, entre otros, del Piraña al cajón, Alain Pérez al bajo y Antonio Serrano a la armónica.

Pero lo que empezaba a discurrir por terrenos conocidos cambió con la aparición de Wynton Marsalis sobre el escenario de Mendizorrotza. Sobre un compás de bulerías se produjo el anhelado encuentro.

Y si en un principio el gran trompetista pareció algo descolocado, poco a poco supo encontrar su sitio añadiendo breves pinceladas al cante de la Tana, y atreviéndose por fin a desarrollar su solo más espectacular «entre dos aguas», es decir, entre los compases de esa rumbita universal que, cual némesis, tan querida como odiada, cierra siempre los conciertos de Paco De Lucía. Entre el público, el delirio. -

Javier ASPIAZU