Ricard BOSCAR*
Los hipocritas
Un reciente viaje por Arabia Saudita ha permitido al colaborador de GAIN acercarse más en profundidad a la compleja situación que se vive en este contradictorio país, una realidad que se nos oculta habitualmente o que es de muy difícil acceso. Los dos pilares fundamentales del reino wahhabita, el petróleo y la religión, no son para siempre, según sostiene el autor
Gracias a la propaganda, no sólo se relaciona el «fundamentalismo» únicamente con el islam, sino con determinados países o movimientos en particular, los que no «cooperan» con la doctrina imperial, como Irán, Hamas o Hizbula. Una lectura seria, sin embargo, muestra que los citados están muy por encima en democracia y progresismo que los aliados de Occidente en la región, tales como Jordania, Egipto, Pakistán o el país fundamentalista por antonomasia, Arabia Saudita.Arabia Saudita es una gran desconocida, habida cuenta de
la extrema dificultad para visitarla y de la escasez de noticias o análisis que
arrojen cierta luz, a pesar de que juega un rol fundamental en el tablero actual
de Oriente Medio. Aparentemente, el peso de su dinero es suficiente para comprar
lealtades a uno y otro lado del mundo, amén de resguardarse bajo el ala de su
poderoso aliado americano.
El misterio de Arabia
Arabia Saudita es un país de contradicciones colosales. Por un lado, sus dirigentes enarbolan la bandera del islam bajo la estricta doctrina wahhabita, que predica un retorno radical a unos supuestos orígenes del islam. Los Saud, que dan nombre al país y controlan todos los resortes político-económicos, se apropiaron del título de guardianes de los lugares santos en sus guerras por el control de la península. Esta «pureza» islámica es uno de los orgullos de la nación saudita, que roza el chauvinismo más exacerbado.Por otro lado, su misma existencia depende de su alianza estratégica con Washington. El idilio, que dura desde los inicios del reinado (creado con ayuda británica y consolidado tras convertirse en «vital para la defensa de EEUU», Roosevelt dixit), es tan fundamental para ambas partes que, sin él, seguramente ninguno de los dos países podría existir en los términos actuales. A cambio de proporcionar a EEUU el codiciado oro negro (uno es el principal productor y otro el principal consumidor mundiales), y de apoyar su política exterior en Oriente Medio, los saudíes pueden complacerse de gozar de un estatus internacional como pocos países musulmanes hoy en día, a pesar de que tanto Bin Laden como gran parte de los miembros de Al Qaeda sean precisamente oriundos de la península. Ello representa una de las fuentes más inagotables de teorías conspirativas que existen. La relación es claramente beneficiosa para ambas partes, lo cual no resulta contradictorio para muchos saudíes, quienes, contrariamente al sentimiento general del mundo islámico, justifican al amigo americano. «Yo no tengo problemas con los americanos. Quizás su gobierno no es perfecto, pero América es un buen país, son como nosotros», comenta Ali, un estudiante de Riad que hace poco ha cursado un master en dirección de empresas en una universidad de EEUU. De hecho, Ali tiene más razón de lo que parece, a tenor de las inauditas semejanzas entre ambos países: desde el diseño urbano, más parecido al esquema estadounidense que al oriental, pasando por el culto al automóvil, al fast food, el consumismo y el despilfarro energético. Incluso los índices de obesidad siguen líneas paralelas, aunque hay que matizar que por distintos motivos. El caso saudita tiene más que ver con la inactividad y apatía, mientras que a los estadounidenses no se les puede acusar, precisamente, de vagos. Si bien podríamos pensar que una gran diferencia entre
ambos países es el papel que juega la religión, no hemos de olvidar las
inspiraciones divinas de las que disfruta el emperador de la Casa Blanca, ni de
la histórica alineación de Dios con EEUU ya desde la época de los padres
fundadores. Pero siendo justos, hay que reconocer que los saudíes carecen
completamente de la larga tradición de liberalismo y libertades individuales de
las que goza la sociedad estadounidense. En Arabia Saudita, la vigilancia
religiosa llega a extremos grotescos tales como prohibir las imágenes, penalizar
cualquier culto no musulmán, amputar o lapidar a los infractores de la ley o
considerar, desde el punto de vista legal, que la mujer no es un ser capaz de
responsabilizarse de sus actos.
No todo es petroleo
No obstante, las cosas no van tan bien para el reino del desierto y el tradicional bienestar del que gozan los súbditos de Al Saud está cayendo en picado debido a múltiples factores, entre los que destacan dos: la coyuntura geopolítica en Oriente Medio y la mala marcha de la economía. Como no podía ser de otra forma, los saudíes no son ajenos al creciente sentimiento de rabia del mundo musulmán ante la política exterior de EEUU. Durante el reciente conflicto entre Israel y Líbano, en el que los Saud se alinearon con las tesis de Washington y Tel Aviv contra Hizbula, el Gobierno ha perdido muchos puntos a ojos de la opinión pública interior y exterior. De tal manera que Riad ha tenido que rectificar y condenar, tardía y vagamente, la «prepotencia» israelí. Palabras endebles ante el soplo de aire fresco que ha representado Nasrallah para la opinión pública musulmana cansada de gobiernos hipócritas, colocando al régimen saudita en una posición comprometida. Los Saud tienen serias razones para temer el éxito de Hizbula, ya que no sólo les aparta de «la calle árabe», sino que da alas a la minoría chiíta del norte del país y a su tradicional rival en la región, Irán. Ese divorcio entre Gobierno y sociedad es lo que aprovecha Bin Laden para colocar su ideología antioccidental y crítica con respecto al colaboracionismo de la casa de Al Saud. Y no se puede decir que las cosas le vayan muy mal. Con más frecuencia de la que se cree, se dan escaramuzas entre las fuerzas de seguridad y supuestos terroristas de Al Qaeda, denominados «la minoría desviada» por el discurso oficial. Las detenciones y torturas están a la orden del día, y al régimen cada vez le resulta más difícil controlar la situación. Por otro lado, la débil economía, basada casi enteramente en el petróleo y dependiente de la mano de obra extranjera, empieza a hacer agua en un país con una población creciente, joven y enormemente desempleada. Las desigualdades económicas son boyantes mientras el régimen, formado enteramente por miembros de la familia Saud, mantiene un férreo control sobre las riquezas derivadas del petróleo, catapultando al top 10 de la revista “Forbes” a varios de sus príncipes. Para acallar las críticas, el Gobierno preparó hace unos meses una bolsa de acciones petroleras destinadas a la ciudadanía en la que participó más de la mitad de la población. El asunto acabó en fraude general por la intervención de «sofisticados especuladores» que aprovecharon la situación para inflar los precios y retirarse en el último momento, dejando a gran parte de la clase media sin ahorros y con un resquemor hacia las instituciones difícil de superar. Las autoridades religiosas no han tardado en reprender a los ciudadanos por «preocuparse del comercio y olvidarse de los rezos diarios», atribuyendo el derrumbe bursátil a un castigo divino. Esto ha acabado empujando a muchos saudíes al trabajo,
concepto hasta hace poco ampliamente desconocido. Las leyes laborales ahora
obligan a las empresas a contratar a personal local, en detrimento de los
trabajadores extranjeros, que suponen más de un tercio de la población. El trato
que reciben los inmigrantes está en función de la riqueza y religión de sus
países, y los niveles de explotación laboral son vergonzosos para un país que
supuestamente sigue leyes religiosas. «Llevo más de 15 años aquí y no me puedo
acostumbrar al trato de la gente», cuenta Mohammed, un sirio recepcionista de un
lujoso hotel de Yeddah: «no es sólo que te traten mal, sino que, si te quejas,
vas directo a prisión».
Futuro incierto La legendaria hospitalidad árabe no abunda en el reino wahhabita, a menos que uno venga a hacer grandes negocios. La visita, salvo por contrato o peregrinación y con los movimientos limitados, está estrictamente prohibida. La actitud de los ciudadanos suele ser de desprecio por todo lo que no sea local o musulmán, aunque esta imagen de beatitud se derrumba ante el manifiesto fervor por todo lo material, así como por la actitud de los saudíes en el extranjero. En las principales capitales del mundo musulmán existen barrios enteros dedicados a la prostitución y al alcohol para los turistas saudíes. En el Estado español tenemos a Marbella y el aeropuerto de Málaga programa vuelos directos a Riad y Yeddah. Sin embargo, el futuro no pinta muy bien para el reino wahhabita. Los dos faros que han guiado a la nación, la religión y el petróleo, cuya combinación ha creado una de las sociedades más autocomplacien- tes que existen, pueden acabar volviéndose en su contra. El petróleo, considerado una bendición de Allah por los saudíes, acabará por desaparecer llevándose consigo todos los recursos económicos. Como comenta Aisa, un turco que llegó hace poco al país y que ya sueña con regresar a su tierra, «cuando se les acabe el petróleo van a tener que ponerse a trabajar, y no sólo no saben hacer nada, sino que no quieren aprender», en alusión al hecho de que hasta en las facultades de Ciencias un tercio de las asignaturas versen sobre religión: «en 10 ó 20 años van a tener que volver con las cabras al desierto». Por otro lado, si persisten los problemas, la misma religión puede acabar siendo utilizada por los detractores para expulsar a los Saud. No sólo acecha Bin Laden, sino que al mundo islámico cada vez le es más difícil aceptar la legitimidad de los Saud como guardianes de Meca y Medina. Recientemente, la familia Rashid, tradicional rival de los Saud y expulsada del reino en las guerras entre ambos, ha formado un partido de oposición en el extranjero, reclamando más democracia y resumiendo en dos palabras el problema de Arabia Saudita: «Al Saud». - (*) Ricard Boscar es colaborador del Gabinete Vasco de
Análisis Internacional (GAIN)
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