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Gara > Idatzia > Iritzia > Kolaborazioak 2007-01-02
Pablo Antoñana - Escritor
Tierra santa

En los libros escolares, cuando mandaba el general, los curas del nacional catolicismo nos enseñaban la Historia Sagrada, es decir una inter- pretación de la Biblia, o una síntesis cribada con el nihil obstat de la autoridad religiosa que nos prohibían su lectura. Había que pedir permiso al confesor, padre espiritual se decía, para que, ya concedido, pudiésemos perdernos en sus laberintos casi «freudianos», escritos a punta seca, de extraña y subyugante belleza, donde caben todas las pasiones humanas, sus miserias, las guerras despiadadas, lo de «no quede piedra sobre piedra», «ojo por ojo, diente por diente», mujeres desventradas, niños descabezados sobre la piedra, ante los ojos de sus madres. En su texto se enhebran precisas, justas, las metáforas conforme a la mejor preceptiva literaria oriental, y debió ser escrito por gente cultivada, los evangelios también, y no por gente ruda, en trance de iluminación, aunque suponen oyendo la voz de Dios que guiaba su mano.

Dios, en este caso Javeh, que, a juzgar por como van las cosas y el trato de favor que da a su pueblo es el único verdadero, quedando los otros dos, Alá de los musulmanes y el Dios de los cristianos, relegados, disminuidos. En esa Historia sagrada se nos decía del pueblo judío expulsado de un país que se le llamaba Palestina, y en el que residían los lugares también llamados santos donde ocurrió la historia que ha presidido el acontecer del mundo conocido, enriqueciendo la música, la literatura, y las artes plásticas. Las viejecitas beatas y de posibles la visitaron para orar en la iglesia de la Visitación, y volvían contando que vieron la «columna de los improperios», «la torre de los cuarenta mártires», el sitio donde Jesús «sudó sangre y agua», «el sitio donde los apóstoles se durmieron», el padre Jerónimo, «de la Observancia de San Francisco, guardián del santo sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo», les mostró la corona de espinas, los clavos y los hierros de la lanza, y les vendió rosarios hechos con huesos de oliva del huerto de Getsemaní, donde estaba prohibido, bajo excomunión, tocar las hojas y las ramas de los olivos.

Esto comenzó a deteriorarse desde que en 1896 Teodoro Herzl proclamó el «Estado judío», y en Palestina había sólo 20.000 judíos. Con la declaración de Balfour en 1917, aparece el sueño de Israel, extraído del Génesis 32-28.30, «No te llamarás Jacob sino Israel, pues has luchado con Dios y con los hombres y has vencido». Ya los judíos, en Palestina, son más de 50.000, y llegan en tropel, tantos que en 1929 se produce la primera revuelta de árabes contra judíos, pues Gran Bretaña, con mandato de protectorado, expropia tierras y casas palestinas y las entrega a los judíos. La emigración crece y en 1920 ya son el 11% del total de población, en 1940 el 30%, y en 1948 nace el Estado de Israel. Los judíos sufridores de cien pogroms, expulsiones como las de España, el holocausto nazi, y otras fechorías que les hicimos los cristianos parece que se han cogido la justicia por su mano. De golpe y sin aviso, arrojan de sus tierras y casas a más de 900.000 palestinos, y, como tierras y casas quedan vacías, el Estado de Israel promulga la «ley de los ausentes», que con la excusa de que fueron abandonadas se las apropian. Guerra de los seis días, 1967, 350.000 palestinos otra vez arrojados de sus casas. En total se cuentan 3.500.000 en los campos de refugiados de los países árabes vecinos. Luego sigue la expoliación y el exterminio, excavadoras derrumban casas, arrancan olivares y huertos, repiten lo que con ellos hicimos durante siglos, sin que ello les exima de culpa. Hoy, cien años después, Israel tiene uno de los ejércitos más poderosos y expertos del mundo, una industria especializada en tecnología y refinado de diamantes, y un Tribunal Superior de Justicia que da la tortura por buena y legal, así como los «asesinatos selectivos». Los palestinos vecinos, sometidos al oprobio, la afrenta y el exterminio genocida. Esta es la historia brevísima de un Estado que se permite haber desoído cerca de cuarenta resoluciones de Naciones Unidas, ante el silencio y la falta de respuesta del Occidente cristiano. Eso es, salvo distancia y tiempo, la reproducción y puesta al día de los forajidos del Far West, Dallas ciudad sin ley.

Casi cuando esto escribo recibo el relato publicado en el “Bromfield Standard”, y que entresaco y resumo ya que no cabe cuanto en él se dice. Habla un viejecito palestino, Ibrahin, que me hace doler el corazón. Tiene ochenta años, y vive en el campo de concentración de Chatila desde los doce. Sus recuerdos están vivos y sangran: hacía sol y un sargento del Ejército judío, metralleta al cinto, la mano en el cargador, a grito pelado da la orden de desalojo, cojan lo puesto y salgan, a pie, con lo indispensable, mantas, alforjas llenas de alubias, azúcar y pan atado en fardel, se incorpora a la fila de gente que huye, es desplazada, y atrás quedan vacías, las chimeneas sin humo, las aldeas del alfoz de Jaffa. El abuelo llora y dice «volveré», pero no volvió, y cuando muere, en la tienda de campaña que se nos asignó en el «campo de refugiados» de El Líbano, deja como herencia la llave de la casita donde había nacido. Le oí decir cómo luchó contra los soldados de la Puerta otomana y éste es el pago de los ingleses, padre también esperó en vano el regreso. También se quejó de Gran Bretaña, en cuyo ejército combatió cuando la «guerra del desierto», en Tobruk contra el general alemán Rommel y que recibió una mención de honor en el parte del día. Y mira para qué, aunque no murió tendido en la tierra como el abuelo, sino en colchón de paja y no nos cubría de la intemperie lona remendada sino techado de uralita. Habíamos alzado callecitas angostas por donde casi no pasaba la luz del día, y sí el hedor de las aguas fecales que hacían fango, y ya no cabíamos, nacía gente, moría gente, sin ser atendida de sus males, nadie se acordaba de nosotros, no existíamos, éramos rechazados como animales dañinos. Ni siquiera se nos reconocía ser ciudadanos de algún país, es decir, no teníamos ninguno, segui- mos sin tenerlo. Supimos que nuestras aldeas ya no existían, ni los olivares, ni los huertos, otras gentes las ocupaban. Lo malo fue que un día, nos sorprendió el ruido y el fuego que venía del cielo y la tierra, un bombardeo indiscriminado. Gritos, polvo, sangre, se oían de entre los escombros voces pidiendo auxilio con angustia y que se apagaban sin ser atendidas, mientras nos hacíamos preguntas sin respuesta, qué hicimos para ser tratados así, aunque sentimos una esperanza, «ahora sí, ahora se acordarán de nosotros». Pero no, estábamos condenados al olvido, a vivir entre hedor y fango, en la indigencia y la limosna internacional. Las grandes potencias se reunieron, nos compadecieron, reprocharon al Estado de Israel, nada más, la Gran Bretaña en cuyo ejército combatió padre a los alemanes, también calló. Sin embargo sigo creyendo que volveré, o alguno de los míos, o siquiera mis huesos a recibir tierra en mi país, lo he dejado escrito, envuelto en la sábana que queda de lo que pudimos salvar aquel día, en que el sargento israelí nos gritaba como se grita a un rebaño aborregado aunque nosotros estábamos apaciguados por la hipnosis del miedo.

El corresponsal del “Bromfield Standard” acaba el reportaje con la rotunda afirmación: No sabe, o no quiere saber, el viejecito Ibrahim que no volverán siquiera sus huesos, ni los hijos de sus hijos sino que otras nutridas oleadas de emigrados recordarán las de 1948.

Ya de aquella Historia sagrada que los curas del nacional catolicismo nos enseñaron en sustitución de la Biblia prohibida, poco o nada queda, y los santos lugares no los guardarán los padres de la Observancia de San Francisco sino los soldados de Israel que son los que están contando la historia, su historia, y a su manera. -


 
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