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Una verdadera mentira

Carlos GIL

Un lugar idílico para el ocio y el descanso de las clases medias se presenta convertido en un territorio recargado de misterios, aventuras y otras circunstancias, que colocan a un matrimonio, con hermana de ella y una jovencita ávida de experiencias que le proporcionen sensaciones fuera de su acomodado mundo pequeñoburgués, en un espacio y un tiempo para narrarnos una historia que parece una sucesión de mentiras verdaderas. Mentiras verdaderas que acaban convirtiéndose en una verdadera mentira.

Si aparentemente los cuatro personajes que protagonizan la obra están esperando el momento de declarar para ponerse de acuerdo sobre un accidente de coche, al final nos queda la duda de si están esperando o no para un juicio o, quizá, para el juicio final, porque la incertidumbre se nos va dosificando a lo largo de la representación y no sabemos si está muertos.

El realismo se cruza con el terror fantástico en esta obra de Ernesto Caballero. Los personajes van de la concreción al desvarío, la situación es única y la escenografía parece en construcción. Es decir, estamos frente a una rareza, pero los personajes son identificables, la situación es comprensible, el lenguaje empleado es absolutamente cotidiano, cercano y de perfil populista. Y todo ello, sin alardes, va tejiendo un manto de intenciones y de lecturas que se agrandan y resumen un mundo más imaginado que tangible.

¿Es precisamente lo inverosímil lo que atrae de la obra o, por el contrario, se trata de una identificación pasiva con los personajes?

¿Se puede dar en un espacio tan reducido una infidelidad entre cuñados, un robo, un alivio de la cornuda, una joven que se prostituye por afición, un posible crimen?

¿Y todo eso haciéndonos reír?

Pues esto es lo que hay, lo que parece suceder sobre el escenario.

Buen texto y buen reparto

Los ingredientes de los que se vale Ernesto Caballero, que, además de ser autor de la obra, la dirige, son un texto eficaz y un buen reparto, en el que Carmen Machi vuelve a dejar constancia de su calidad interpretativa. Y, a partir de ese puntal, el resto funciona a la perfección.

Al acabar la representación nos damos cuenta de que hemos estado metidos en una historia delirante que nos retrata. O no.

CRÍTICA teatro

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