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La defensa de los derechos civiles y políticos en medio de una bronca batalla de poder

Las calles de Bilbo se volvieron a llenar de gentes. De gentes que no están dispuestas a que los derechos civiles y políticos queden al arbitrio del poder político, de un poder político que si en el arranque del proceso 18/98 aparecía como una sombra hoy sale a la luz definitivamente y sin tapujos. La marcha que llevó a miles de vascos a caminar codo con codo en Bilbo, a ciudadanos de ideas diferentes, de culturas políticas diversas, es un soplo de aire fresco en medio de un ambiente político doblemente viciado: por el silencio y por el estruendo. Por lo que se dice y por lo que se calla.

Durante más de un año, más de medio centenar de ciudadanos vascos ha acudido cada semana a una sede judicial, primero en la Casa de Campo y últimamente en la calle Génova, como encausados en un proceso que, como otros episodios que protagonizan la actualidad política, tiene sabor a ajuste de cuentas con el pasado, pero con el ánimo inocultable de condicionar el futuro.

Apenas quedan unas sesiones para que el juicio concluya y de la lectura de conclusiones que ha marcado su etapa final se puede deducir claramente que la acusación trata de mantener contra viento y marea la tesis original, aunque ésta haya sido desmontada en todos sus extremos por las defensas y, si se apura, hasta por algunas declaraciones de los «peritos», es decir, por los agentes policiales implicados directamente en una causa en la que la tortura ha tenido una terrible presencia. Es ésa sólo una de las muchas prácticas irregulares ante las que han mostrado su perplejidad los observadores de las maratonianas sesiones de este estrambótico proceso. En resumen, como se advertía antes del arranque del macrojuicio, a la hora de las conclusiones se demuestra que no hay causa, no hay pruebas, no hay evidencias, sólo un esqueleto, basado en la tesis de que «todo es ETA», con el que se arma un proceso judicial sin base ni garantías, al albur de un interés político.

El ajuste de cuentas con el pasado tiene, sin embargo, una proyección en el presente y futuro político del país. El resultado del macroproceso, de éste y de otros que se anuncian ya, va a ser en cierto modo un termómetro, porque va a servir para medir hasta qué punto el Estado aspira a favorecer un escenario de soluciones o si la vulneración de derechos y libertades seguirá siendo la guía política para un José Luis Rodríguez Zapatero que dice aspirar a un «acuerdo entre diferentes» que permita acercar la paz y la normalización a Euskal Herria.

Una pelea «entre iguales»

El acuerdo entre diferentes, el consenso transversal, la intersección de culturas políticas... enlazan con una propuesta, la cursada por la izquierda abertzale en el Anaitasuna. Una iniciativa que reposa sobre derechos: derecho a decidir, derecho a articular territorialmente a este país. Todo ello en respeto a las reglas de la democracia, una reglas que no son compatibles con las persecuciones judiciales, con las leyes de partidos, con la exclusión de la izquierda independentistas del escenario político y electoral. Esa arquitectura de excepcionalidad no permite la búsqueda de un escenario que soluciones, porque no sirve a esa mayoría social y política que en Euskal Herria aspira a gozar de los mismos derechos y libertades de que disponen otros ciudadanos, otras naciones. De derechos individuales y colectivos que, hoy por hoy, no se respetan en Euskal Herria.

Es más, los derechos que deben de servir para crear escenarios de paz y democracia se emplean, incomprensiblemente, para librar una guerra de poder. El PP utiliza el llamado «caso De Juana» como excusa propiciatoria con la vista puesta en el asalto a Moncloa, pero también y muy especialmente para cerrar vías a una salida dialogada en Euskal Herria. Apareciendo con tal nitidez los objetivos reales, ¿por qué el PSOE ha optado por prestarse a un cuerpo a cuerpo como el protagonizado por Zapatero en el Senado español? Y, sobre todo, ¿qué sentido tiene proclamar que se aspira al «encuentro entre diferentes», es decir, a abrir diálogos y alcanzar acuerdos, mientras se dedica la mayor dosis de energía política a librar un chusca pelea «entre iguales»? Porque si algo quedó claro en el Senado fue que Zapatero intentó igualarse con el aznarismo en la aplicación de una política penitenciaria que, además de ser un fracaso y una fuente de sufrimiento, es un lastre considerable para avanzar en el proceso democrático.

Sorprende ese afán que exhibe el PSOE en disputarse la primacía en la vulneración de derechos. Ese camino no lleva a ninguna parte, además de sembrar serias dudas sobre la voluntad de Zapatero para -apoyándose en la línea de acuerdo abierta con todas las fuerzas del arco parlamentario a excepción del PP-, marcar una agenda política propia. Una agenda en la que, inevitablemente, y dada la dosis de involucionismo y manipulación que, como se vio ayer en Madrid, marca la estrategia del PP, exigirá un esfuerzo añadido a Moncloa para educar a la opinión pública sobre algo tan obvio como que para alcanzar la paz hay que resolver los conflictos.

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