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La unión Europea busca una nueva orientación para salir de este atolladero a veintisiete

La crisis de los 50, lo llaman muchos, pero la edad tiene poco que ver en lo que le sucede a la Unión Europea. Angela Merkel lo ha dicho claramente: «Es preciso fijar nuevas orientaciones institucionales para hacer frente a los desafíos del siglo XXI». Pero esos retos no son algo abstracto que afecta al mundo en general; se trata de la Unión, de sus problemas, de que, quizás, el proyecto se les esté yendo de las manos. Entre esas grandes cuestiones figuran, obviamente, las desigualdades sociales y económicas y las diferentes «velocidades» entre estados miembros y ciudadanos, así como el envejecimiento de la población. Pero estas cuestiones, de hecho, son tanto comunitarias como de cada Estado miembro. Los problemas de la Unión derivan de su ar- quitectura institucional, del tipo de unión que se ha diseñado, de cómo está repartido el poder, de quiénes lo ejercen y quiénes no, de cómo -y para qué- se ejerce ese poder, de hasta dónde puede expandir sus fronteras exteriores, y de la absoluta falta de identificación de sus ciudadanos con ese «objeto político no identificado».

Esta Unión a veintisiete no funciona. Lo pactado en Niza -por mucho que aquella reforma de los tratados tuviera en mente preparar las estructuras comunitarias para poder recibir a doce nuevos miembros- apenas está permitiendo mantener la inercia. El defenestrado Tratado Constitucional, de hecho, buscaba precisamente aligerar el proceso de toma de decisiones -eliminando la exigencia de la unanimidad en más ámbitos en favor de un doble sistema de mayorías cualificadas-, lo que, inevitablemente, trajo un nuevo reparto del poder en beneficio de los socios más grandes. Y esa cuestión sigue pendiente, puesto que la última reforma pactada por los estados (primero, indirectamente, en la Convención sobre el Futuro de Europa y luego directamente en el Consejo) no ha podido entrar en vigor. De ahí que lo único que realmente interese de la Declaración de Berlín, que será firmada hoy sólo por Merkel, Barroso y Pöttering -no por los 27 jefes de Estado y de Gobierno, lo que indica lo mal que están las cosas-, es saber si servirá para impulsar o anunciar la renegociación de la arquitectura institucional y del reparto del poder. Y nada indica que vaya a ser así. El documento distribuido por la presidencia alemana, que no es oficial hasta que sea formalmente presentado hoy, concluye del siguiente modo: «Debemos seguir adaptando la estructura política de Europa a la evolución de los tiempos. Henos aquí, por tanto, cincuenta años después de la firma de los Tratados de Roma, unidos en el empeño de dotar a la Unión Europea de fundamentos comunes renovados de aquí a las elecciones al Parlamento Europeo de 2009».

Más bien debería poner «desunidos en el empeño». Es cierto que propone una fecha (2009, comicios europeos), pero su formulación es tan vaga que revela claramente el escepticismo o rechazo de algunos estados miembros a lanzar una nueva reforma institucional. Y es que conviene no olvidar que, aunque 18 estados miembros han ratificado el Tratado Constitucional pese a ser rechazado en el Estado francés y Holanda, otros siete se niegan a activar el proceso de ratificación. La Declaración de Berlín será tan solemne como light.

En estos últimos años, incluyendo los debates y negociaciones en torno al Tratado Constitucional, la Unión ha dado más pasos hacia atrás que hacia adelante; ha retrocedido en el camino hacia una unión política; ha reforzado aún más si cabe el papel y poder de los estados -burlándose, de paso, de las casi simbólicas y demasiado puntuales peticiones de reconocimiento de los «niveles subestatales»-; y ha desoído en todo momento el mensaje de los ciudadanos y el de los movimientos sociales y políticos que rechazan el actual modelo europeo -y que se manifestarán hoy entre la Alexanderplatz y la Puerta de Brandeburgo-. Por si todo esto fuera poco, algunos han empezado a confundir interesadamente la posibilidad de una unión política con la unión militar o policial, como si el hecho de no contar con una verdadera política exterior y de seguridad común fuera el único mal comunitario.

Denuncia

En relación con este último punto, diez autores o pensadores europeos publicaban ayer en el diario británico «The Independent» una carta demoledora dirigida a los dirigentes europeos, en la que expresan su indignación por su pasividad ante el drama que tiene lugar en Darfur. «La Unión Europea, nacida de la atrocidad para unirse contra futuras atrocidades, ¿no tiene nada que decir, ningún principio que avanzar, ninguna acción que adoptar para evitar las masacres de Darfur? ¿La pasividad de Srebrenica va a volver a repetirse? Si éste es el caso, ¿qué celebramos?» se preguntan Umberto Eco, Darío Fo, Günter Grass, Jürgen Habermas, Václav Havel, Seamus Heaney, Bernard Henri-Levy, Harold Pinter, Franca Rame y Tom Stoppard.

Es un contrapunto más, al igual que la manifestación que saldrá de la Alexanderplatz, al igual que la contra-declaración de Berlín suscrita por un grupo de intelectuales y artistas alemanes que denuncian la deriva neoliberal del proceso de integración europeo.

Por cierto, en esta nueva Europa que nos piden que celebremos, hoy sólo habrá una mujer sentada a la mesa en el desayuno de trabajo de los veintisiete jefes de Estado y de Gobierno de la Unión.

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