uN SEGUNDO «IRAK"
Al sexto año de «libertad duradera» en Afganistán, vuelve el talibán
Los cierto es que nunca se fueron. Simplemente se replegaron de las ciudades y se difuminaron entre la mayoritaria población pastún, no sólo del sur de Afganistán sino de la región tribal fronteriza de Pakistán. Tras reagrupar sus fuerzas, los talibán multiplicaron el año pasado su guerra de guerrillas y están inmersos ya estos días en su ofensiva de primavera. Y cabalgan esta vez a lomos del atávico odio de los afganos a sufrir cualquier tipo de dominio extranjero.
Dabid LAZKANOITURBURU
«Volveremos», anunciaron los líderes talibán cuando abandonaban su feudo histórico y último bastión de la ciudad de Kandahar, en el sur del país. Corría el mes de diciembre de 2001 y Afganistán llevaba dos meses bajo los bombardeos estadounidenses de represalia por los ataques del 11-S.
Como hicieran antes de sus posiciones en el norte y centro del país, incluida la capital, Kabul, y tras el ruego de los jefes tribales kandaharíes, los dirigentes talibán cruzaban la frontera con Pakistán por el paso de Spin Boldak para buscar refugio entre sus hermanos pastunes de la región fronteriza paquistaní.
Los seguidores del movimiento, que defiende una interpretación rigorista del islam, se disolvían entre la población en espera de tiempos mejores.
«Todos estos que ven tras de mí eran talibán», narraba en aquellos días entre confuso y aterrado el corresponsal de ETB desde una ciudad afgana al señalar a un grupo de vecinos que miraban entre divertidos y curiosos a la cámara.
«Libertad Duradera». Así es como bautizó su operación de venganza el presidente George W. Bush, obligado a retirar su mesiánica propuesta inicial de «Justicia Infinita».
Tampoco acertó. La libertad sigue brillando por su ausencia tanto para la mujer afgana como para los 10 millones largos de indigentes -de un total de 30 millones de habitantes- que siguen esperando el anunciado «Plan Marshall» y que son apaleados por la Policía armada por EEUU cada vez que se atreven a protestar en la calles por su miseria o por la última matanza de civiles protagonizada por sus «libertadores». De lo que no cabe duda es de que Bush afinó cuando bautizó a su campaña con el adjetivo de «duradera».
Los atentados protagonizados por kamikazes son desde hace un mes diarios y tienen como objetivo la capital afgana, donde vive prácticamente aislado el Gobierno títere -su presidente, Hamid Karzai es conocido como El Alcalde de Kabul- y las capitales de provincia. Los comandantes talibán aseguran contar con hasta 6.000 afganos shuhada (listos para el «martirio»).
Pero esto es sólo la punta del iceberg. Afganistán asiste estos díás a una ofensiva en toda regla de la guerrilla talibán desde el sur y el este del país.
Controlan ya toda la provincia sureña de Helmand a excepción de la capital, Lashkar Gah. «Los británicos tienen demasiado miedo para salir de sus bases», alardean los talibán ante periodistas independientes que se han aventurado en la zona.
También controlan distritos enteros en la provincia de Uruzgan y en Zabul, al norte de Kandahar. Y qué no decir de su feudo histórico en esta última provincia. Los ocupantes canadienses han tenido que abandonar el puesto avanzado de Martello, en el distrito de Shah Wali Kot, que abrieron con toda pompa hace un año como puesto de avanzada «en tierra enemiga».
Todas las localidades de Kandahar están en manos de los talibán y se registran fuertes combates en torno al valle de Ghundy Ghar, oasis entre desiertos que situaría a la capital del sur al alcance de la mano de la guerrilla.
Objetivo: mantener Kandahar
El coronel Robert Walker, al mando del regimiento de combate canadiense, reconoce todos estos contratiempos y asegura que la OTAN «debería concentrar sus fuerzas en la ciudad de Kandahar», donde las acciones guerrilleras son cada vez más frecuentes.
Detrás de esta ofensiva se ve la mano del famoso estratega guerrillero contra la ocupación soviética, Jalaluddin Haqqani, nombrado hace meses comandante general de las operaciones militares talibán.
Haqqani ha fortalecido la ofensiva guerrillera en el este del país, feudo del señor de la guerra Gulbuddin Hekmatyar, líder pastún islamista que se hizo famoso por sus sangrientos bombardeos sobre Kabul en la década de los noventa, y opuesto desde su inicio a la ocupación estadounidense.
Hekmatyar, líder de una de las principales formaciones políticas de Afganistán (Hizb-i-Islam) y que comparte etnia con los talibán, está buscando en los últimos tiempos una alianza de igual a igual con aquellos. Los talibán, fortalecidos por sus recientes éxitos militares, insisten en reivindicar el liderazgo del movimiento de resistencia afgano y recelan de las verdaderas intenciones de su antiguo enemigo. «No es trigo limpio. Hekmatyar lleva la desgracia y la destrucción a todo el que se le acerca. Le gusta demasiado el dinero», confesaba recientemente el mulah Dadullah, uno de los líderes talibán.
Con todo, las alianzas circunstanciales entre señores de la guerra y jefes tribales en la clánica sociedad afgana son el pan de cada día y los talibán juegan ahora con esa baza, tal y como hicieran los estadounidenses.
La guerra se extiende al oeste
Con el sur y el este en llamas, las esperanzas del Ejército de la OTAN residen en contener la ofensiva e impedir su extensión. Difícil misión.
Las tropas canadienses y holandesas, estas últimas estacionadas en la provincia de Uruzgán, alertan de que los talibán estarían extendiendo su ofensiva hacia el oeste, a la provincia de Nimroz, fronteriza ya con Irán. Y es que la OTAN no cuenta con ningún contingente en Nimroz, «aunque hemos constatado que los talibán cuentan allí con muchos apoyos», reconoce Kim LaPointe, portavoz del Ejército canadiense.
Siguendo en el oeste, pero hacia el norte, las tropas españolas sufren ataques perdiódicos en las provincias de Farah y Herat.
Los talibán, tan odiados por su visión medieval de los derechos humanos -y de la libertad de la mujer- como respetados por su sobriedad y su «moralidad milenarista» otean, aún desde lejos, las ruinas de Kabul.
Triste desgracia la de un pueblo, el afgano, forzado a fiar su suerte a una fuerza proveniente de la oscuridad de los tiempos. Y todo porque su presente pinta aún, si cabe, más oscuro.
La OTAN protagoniza desde hace un mes su tercera gran operación en el sur de Afganistan. La operación Aquiles fue lanzada a finales del invierno. Reputado como un período de calma relativa en este país de impresionantes montañas, el último periódo invernal ha sido el más sangriento desde finales de 2001. La OTAN, un tercio de cuyos 37.000 efectivos está estacionado en el sur del país, ha protagonizado desde setiembre del año pasado otras dos grandes operaciones.
El Ejército estadounidense cedió el año pasado el control de las provincias del sur a la OTAN.
Un sur en el que las tropas aliadas ya reconocen explícitamente que han perdido la batalla por la simpatía de la población. «Si cuando llegas a una aldea los niños te apuntan como si tuvieran un fusil es que está claro«, reconoce el oficial canadiense Mark Sheppard, que dirige un destacamento en el valle de Ghundy Ghar, en Kandahar. Y las crecientes víctimas civiles de los bombardeos aliados hacen a estos niños desear tener un fusil de verdad.
El movimiento talibán afgano sigue siendo a día de hoy una de las corrientes más opacas del mapa político en el ya de por sí complejo para Occidente mundo musulmán. Su irrupción se remonta a la era que siguió a la retirada soviética de Afganistán tras un decenio de guerra de independencia afgana financiada por EEUU y por su aliado saudí.
Los talibán (de talib, estudiante del Corán) lucharon en las columnas guerrilleras de los muyahidines contra los tanques soviéticos. Seguidores de una escuela rigorista musulmana surgida en el siglo XIX en India (el deobandismo), su caldo de cultivo habían sido las madrasas (escuelas coránicas) que florecieron como respuesta a la represión por parte de los gobiernos comunistas satélites de la URSS de la pulsión religiosa, poco menos que connatural al alma nacional afgana.
Expulsado el ocupante, los líderes de las distintas facciones guerrilleras se enzarzaron a comienzos de la década de los noventa en enfrentamientos fraticidas y en una guerra de rapiña a costa de la sufrida población afgana.
El secuestro y violación por parte de las tropas de un señor de la guerra de dos chicas en una aldea en Kandahar en la primavera de 2004 fue la gota que colmó el vaso y Mohamed Omar, que se convertiría en el líder del movimiento, congregó a un grupo de 30 talibán que liberaron a las dos jóvenes y colgaron del cañón de un tanque a los violadores. La hazaña corrió como la pólvora y los talibán no tardaron en enarbolar su bandera blanca en toda la provincia.
Con el inestimable apoyo logístico e incluso físico del servicio secreto paquistaní, este movimiento se extendió como el aceite por todo el sur del país. Sus efectivos, unos cuantos miles de hombres tocados con turbantes blancos, negros y a rayas, protagonizaron a bordo de todoterrenos de fabricación japonesa una ofensiva relámpado contra las principales ciudades y localidades afganas, en las que las más de las veces eran precedidos por la llegada de un predicador (mulah).
Pertenecientes a la etnia pastún -minoría mayoritaria en Afganistán- participan de su riguroso código de conducta (pastunwali) y promulgan un modo de vida ascético y un sistema de «justicia» propio de la época en la que vivió el profeta Mahoma.