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Nicola Lococo Filósofo

El arte de la mentira política

De entre las distintas definiciones que conocemos de «política», la más citada es aquélla que nos la presenta como «el arte de lo posible». Y es posible que sea un arte, y ¡hasta una ciencia!, pero, de serlo, lo sería de la mentira, como bien nos lo hace presente el Partido Popular, que si bien es cierto que no es el único que miente, a buen seguro es el que más empeño pone en ello. Aquí donde la tienen, nada es más ajeno a la Democracia que un partido político, y nada le es más propio a un partido político que la mentira. En consecuencia, es nuestra cívica obligación interesarnos por este sofisticado arte del disimulo público al objeto de apreciar en sus detalles la ya habitual trifulca a la que nos tiene acostumbrados ésta impostora partitocracia que nos gobierna.

Y es que desde la «República» de Platón al «Príncipe» de Maquiavelo la reflexión política no tuvo escrúpulo en abordar explícitamente la cuestión de cómo ocultar la verdad al pueblo, al tiempo que discutía la vía más idónea para suministrarle las necesarias y suficientes saludables falsedades, so pretexto de capacitarlo para la armoniosa convivencia y la fraternal gobernabilidad. Mas, con el advenimiento del paradigma histórico revolucionario francés, dicha pretensión debió afrontarse con más tiempo y reparo por cuantos en la teoría política han sido, Montesquieu, Marx y compañía. Hasta que en fechas bien recientes parece haberse disuelto, más que resuelto, dicha incógnita, por haber desaparecido en el pueblo todo curioso apetito por la verdad. Acaso entonces la mencionada tradición estuviera en lo cierto, y éste no tuviera derecho alguno a saber la verdad política que le gobierna y le baste con que se le conduzca como al ganado. Mas doy por bien empleado éste enésimo intento, si con ello suscito en ustedes ardientes deseos de leer dos escritos del siglo XVIII, cuyo homónimo título encabeza éste artículo, que lamentablemente, hemos de traer aquí por su fresca vigencia.

Es el texto de Arbuthnot, y en menor medida el de Swift, una auténtica joya del pensamiento político universal que no ha cosechado el reconocimiento merecido, precisamente por la suntuosa verdad que sus páginas denuncian con certera brevedad y divertida ironía.

Una escueta geometría teológica del alma humana, consistente en un cilindro forjado por el diablo con un estrecho segmento plano pulido por Dios explica por qué las gentes en singular y la masa en su conjunto parecen estar en su elemento cuando de la mentira se trata y avisa al gobernante de los riesgos que corre aquél que tuviera la insana intención de sacarle de la misma. En consecuencia, el buen político será aquel que no descuide esta naturaleza de la plebe y sepa administrarle las distintas realidades sin olvidar la enseñanza que La Fontaine pusiera en boca de uno de sus personajes, que la masa «es hielo ante la verdad y fuego frente a la mentira». Quedando así encomendado a la clase política el firme compromiso de custodiar aristocráticamente las verdades, mientras procura democratizar la mentira para que llegue a todos por igual.

Una terrible duda asalta al autor de «El arte de la mentira política», cual es saber quiénes de entre nuestros gobernantes mienten mejor: si los de izquierdas o los de derechas. Asunto en el que confiesa sus limitaciones y no ser capaz de dilucidar dada la enorme competencia y paridad que muestran ambos espectros del arco parlamentario, pues si el uno se adelanta en retórica, el otro le aventaja en demagogia, si aquel parece hábil en la propaganda éste no le anda a la zaga en manipulación. Sin embargo, Arbuthnot tenía muy claro que de cuantos mentirosos tejen el sistema los más burdos, torpes y toscos son precisamente aquéllos que más mentiras profieren por su labor profesional, los periodistas, quienes con sus precipitadas exageraciones pueden dar al traste con el bien trabado quehacer político, cuando de lo que se trata es de influir y gobernar sobre las pasiones de las gentes. Motivo éste por el que de continuo escuchamos en boca de nuestros políticos mutuos apelos a la calma, a la templanza, a la compostura, a la seriedad, al sosiego, a la concordia, a la armonía, al acuerdo... todo sea que en uno de esos arrebatos, en el fragor de la batalla dialéctica, a un poco avezado contendiente orador se le escape, por error o venganza, alguna que otra verdad de la que se arrepienta, que pueda ser escuchada por el vulgo, que dado como es a creer en malignos contubernios, y recurrentes conspiraciones, haga una montaña de un grano de arena, y se tropiece así por equivocación, con la trama de todas las tramas, y la realidad cruda de los hechos que con tanto esmero, ciencia y arte la entera clase política se afana en ocultar, cosa que en modo alguno conviene que se sepa a ninguna de las partes implicadas. Cuando los políticos hacen oídos sordos a estos llamamientos a la calma y se dejan arrastrar por su orgullo o sentimientos encontrados, más que dejarse guiar por los intereses comunes que comparten, sucede lo que sucede: que el pueblo se entera de la A a la Z del cabalístico abecedario que secretamente manejan, como recientemente ha acontecido en el acalorado debate mantenido en los mentideros públicos del Congreso y del Senado donde Rubalcabas y Zaplanas han desgranado lo más jugoso y selecto de nuestro inconfesable repertorio.

En aras de evitar en lo posible semejantes males e imprevistos, haríamos bien en seguir en adelante el consejo de Arbuthnot de elevar «El arte de la mentira política» a la categoría de sistema para no dejar confiado al personal talento o capricho del político de turno tan menesteroso quehacer. A tal fin propone crear una gran «Sociedad de Mentirosos», algo así como una comisión interparlamentaria constituida por los portavoces y jefes de partido con representación, cuya función consistirá en velar por la capacidad de sus correligionarios en el manejo del arte de mentir, impidiendo el acceso a sus filas a cuantos fueran sospechosos de sinceridad. A este respecto, al Partido Popular se le reconoce notablemente que ha hecho mejor los deberes que el Partido Socialista, pues no hay ni jota de comparación entre los locuaces y hábiles Acebes y Rajoy con el torpe Blanco y el trabado lento Zapatero. Claro que el Partido Socialista enmienda la plana cuando de trabajar en equipo se trata, pues a nivel gubernamental siempre ha sabido reconvetir con mayor eficacia y acierto el denominado Ministerio de Cultura, si por tal entendemos foco de propaganda y charlatanería subvencionada.

Así, en opinión de Arburthnot, la sociedad de mentirosos habrá de dotarse de una pertinaz camarilla mediática acólita, bien instruida y adoctrinada en el arte de la mentira en pos de no descuidar la democratización de la falsedad acuñada por ellos, para que de modo ágil circule entre la ciudadanía, para que entre unos y otros, con la siempre inestimable ayuda de las ingenuas y crédulas bases populares de los partidos, dichos embustes se desprendan de todo su artificio y se presenten ante el pueblo con ese imprescindible halo de verosimilitud que requiere la mentira para triunfar en el fugaz instante que le otorga eficiente ventaja ante la verdad y, aunque se coja antes al cojo que al manco, para cuando la verdad alcanza a la falsedad, aquélla ya surtió su efecto y prestó servicio a quien la profirió.

También el autor despacha a gusto una instructiva y divertida tipología de mentiras dando particular cuenta de sus características en lo concerniente a su duración, alcance y modo de empleo, acompañado de no pocos consejos para que el político astuto y sagaz sepa sacarle el potencial provecho sin correr innecesarios riesgos. Y es aquí donde Swift aporta un sustancial complemento al anterior. Entre ambos autores, Arbuthnot y Swift, vienen a decir que, aunque la mentira política puede nacer de muchas fuentes, las más de las veces éstas tienen su apogeo en momentos de zozobra en las cabezas de políticos resentidos y derrotados y en las que deposita su entera frustrada confianza, empeñando con ello su personal prestigio y profesional futuro, cosa que nunca se ha de hacer -atienda bien señor Rajoy-, pues la naturaleza de la mentira política por antonomasia ha de ser eminentemente mudable, efímera y de ambigua polivalencia para poderse ir acomodando a todo tiempo y circunstancia. Por idéntico motivo tampoco es recomendable insistir demasiado en una misma mentira, si es que ésta ya ha cumplido su cometido de sembrar duda y confusión, pues se arriesga uno a creerse sus propias mentiras, condición ésta de engañado que le inhabilitaría al propio político para ejercer como tal, pues difícilmente podrá ocultar verdad alguna aquél que la desconoce o que se ha olvidado de ella.

No obstante, aun cuando fuera el caso de que el Partido Popular se hubiera llegado a creer el ingente caudal retórico de sofismas y falsedades que ha sido capaz de proferir de un tiempo a esta parte, dado el bajo nivel formativo y cultural del que hace gala nuestra bien nutrida y acomodada clase política, y a tenor de la no ya cilíndrica, sino esférica idiosincrasia histórica de nuestra sociedad, es posible que a Rajoy y sus secuaces les baste y sobre a estas alturas con leer «El arte de insultar» de Schopenhauer.

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