Brad Silberling es un realizador de trayectoria sinuosa, que pasa de hacer una comedia fantástica para un gran estudio, como «Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snickets», a otra en el tono costumbrista y el estilo independiente de «Dame diez razones».

Debió de ser para él una especie de descanso o desconexión del trabajo con equipos formados por muchas personas, ya que la rodó en apenas dos semanas, improvisando con la pareja protagónica y un reducido número de técnicos. Ni el ya consagrado Morgan Freeman, ni la incipiente Paz Vega tuvieron tiempo de estudiarse previamente el mínimo guión, con la ventaja para el actor afroamericano de tener que interpretarse a sí mismo y el hecho añadido de que el casi no entenderse en sus respectivos idiomas le iba muy bien a la credibilidad de la historia.

Freeman baja al mundo real para documentarse de cara a un próximo papel, pero pronto se da cuenta, en un supermercado de la parte sur de Los Ángeles, de que todos allí son latinos. La única conexión la encuentra con una joven cajera, con la que realizará un productivo y enriquecedor intercambio a la manera del banco del tiempo. Él la ayudará a preparar una entrevista de trabajo como si se tratara de un casting, mientras la chica le aporta los retazos de vida que necesita atrapar en su repertorio interpretativo para dotar de convicción a su nuevo personaje.

Como suele ocurrir con otras tantas películas pequeñas, «Dame diez razones» se ha convertido en una sorpresa dentro de la cartelera, cosechando la simpatía del público y unas excelentes críticas. Su rendimiento en taquilla ha sido superior al de muchas producciones que la superaban en presupuesto, demos- trando a la industria de Hollywood que los planteamientos mínimamente originales obtienen su merecida recompensa.