Ayer, cuando se cumplían exactamente dos años exactos del furibundo discurso de Vladimir Putin sobre las consecuencias de la desaparición de la URSS, a la que contribuyó el recientemente fallecido Boris Yeltsin, el actual presidente ruso se dirigió a ambas cámaras con un discurso destinado a reafirmar el principio de poder absoluto del Kremlin y a reclamar para Rusia el estatus de potencia a respetar -y hasta a temer- de que gozó la URSS durante cuatro décadas.

Rusia presenta hoy unos excelentes indicadores económicos, merced al alto precio del petroleo y del gas, y las empresas que explotan sus riquezas minerales exhiben unas cuentas más que saneadas. En este sentido, el actual presidente ruso goza de una credibilidad popular muy superior a la de su predecesor. Su apoyo puede incluso crecer en el futuro cercano si, como anunció ayer, impulsa nuevos programas sociales, en particular sobre la vivienda, y prosigue con su plan de absorber el poder de influencia de la casta de supermillonarios surgida de las privatizaciones. Para ello Putin no dudará en emplearse con métodos rudos.

El invasor de Chechenia declara la guerra a las injerencias extranjeras -el enemigo exterior siempre funciona como arma política- y amaga con aplicar una moratoria en el Tratado de Fuerzas Convencionales. Aquel tratado se firmó en las postrimerías del Pacto de Varsovia, pero, más allá de la deriva autoritaria de su presidente, la Rusia de hoy no es la que hincó la rodilla en los 90. Es la décima economía mundial y el principal proveedor energético de la UE. Las condiciones han cambiado y digamos que el Kremlin aspira a renegociar su relación con Occidente. En ese cuadro de cambio, en el que tiene mucho que ver el progresivo alineamiento con las tesis más expansivas de la OTAN por parte de algunos de los antiguos países «satélites» de Moscú, Rusia pugna por tener una relación de igual a igual con Washington y Bruselas. Ese es el mensaje de fondo de esta nueva subida de tono de Putin.