Joel Schumacher no es un director que rechace ningún encargo, por lo que a menudo acaba haciendo películas de las que otros profesionales más selectivos no querrían saber nada. Sé que muchos espectadores se han sentido estafados porque el polémico cineasta no se toma en serio el argumento escrito por Fernley Phillips, en torno a un culto a este número primo que internet ha ayudado a extender (hay verdaderos maníacos dedicados a confeccionar listas interminables con aspectos de la vida supuestamente determinados por la cifra mágica en cuestión, pero se nota que están hechas por anglosajones a la vista de que no mencionan la intentona golpista del 23 F).

Reconozco que la postura cínica y descreída de Schumacher perjudica al desarrollo en sí de lo que es un thriller de suspense, pero también me parece muy inteligente su distanciamiento burlón de la moda de los códigos numéricos desatada por Dan Brown. Al final no creo que haya nada de maligno en el número 23, pese a Tejero y compañía, siendo la única perversidad perceptible la del propio cineasta, que juega con la seriedad interpretativa de Jim Carrey, capaz de meterse de lleno en cualquier clase de locura por rara que sea, tal como hiciera en su día Alfred Hitchcock con Anthony Perkins, coincidencia que justifica el guiño final a «Psicosis».

Ciertamente, el desenlace es el aspecto más criticado de «El número 23», pero lo considero divertido en su modalidad de falsa conclusión. Schumacher aparenta encajar las piezas del enrevesado guión-puzzle de rigor, aunque, en realidad, deja una ventana abierta a la duda malsana. Viene a decir que el dichoso dígito no deja de ser solamente eso, y que cualquier excusa sirve para las tendencias obsesivas del ser humano. Todo lo demás, las pesadillas criminales o los desdoblamientos de personalidad, responden a preocupaciones ajenas, como las de David Lynch o David Fincher, que al adaptador de «El fantasma de la Opera» le interesan simplemente como redomado y hábil falsificador artístico.