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Santiago Alba Rico Filósofo

Primer mandamiento democrático: no votarás

Tan acostumbrados estamos los ciudadanos del Estado español a aceptar la excepcionalidad jurídica y política del País Vasco que no reparamos en que de hecho está ya fuera del «marco democrático» que no le deja escapar. Tan acostumbrados estamos a esta extraterritorialidad legal que es posible extender su dominio fuera de los raíles cada vez un poco más sin que nadie se inmute: después de todo, sólo afecta a los que han hecho algo o podrían hacerlo o podría pensarse que llegaran a pensar hacerlo. La democracia española, como Franco, no tiene nada contra los que no se meten en política: a ésos incluso los deja votar. En todo caso, no debe ser fácil entender en Bruselas o en Canadá o en Tokio el minucioso encarnizamiento con que el Gobierno de Zapatero, en el marco de unas negociaciones formalmente todavía abiertas, impide presentarse a las elecciones a la fuerza que dice querer atraer a las instituciones. ¿Cuál es el juego? Tras la sentencia del Supremo que impugnó las candidaturas de AS y ANV, el ministro de Justicia mostró su satisfacción: «No gustará ni al PP ni a la izquierda abertzale». Esa es sin duda la estrategia. El extremismo fascistoide de la derecha permite a Zapatero impugnar 80 candidaturas más que el PP en el 2003, y con más torcijones legales, conservando al mismo tiempo un aire de tolerancia y hasta de virtuosismo pragmático. El malestar de la izquierda abertzale le permite acumular legitimidad frente al PP sin enfrentarse con él e invistiéndose de un aura de dureza y de rigorismo legal electoralmente muy rediticio en el Estado. Pero dar la razón a la extrema derecha y sólo guiños a los partidarios de la negociación, manteniendo el descontento de ambos mientras se erosiona el marco democrático y de Derecho; utilizar el eco cada vez más remoto de la negociación contra el PP, y la política del PP contra la negociación, mientras la derecha se encabrita y se crece y las esperanzas de una paz democrática se sumergen, es el camino más seguro para ganar tiempo y perderlo todo y la estrategia más inmoral para devolver al PP al poder y a ETA a la lucha armada y a todos -españoles y vascos- a la desesperación.

Me duele el daño que se le hace al Derecho pronunciando su nombre, cada vez que se violan sus principios. Cuanto más minuciosamente leguleyos hayan sido los procedimientos, más paradójicamente antidemocrática se revela la sentencia del Supremo. No hace falta ser abogado para comprenderlo. En un Estado que reivindica el carácter redentor de las penas, miles de ciudadanos vascos son considerados ontológicamente irredimibles antes siquiera de haber cometido un delito. En un Estado en el que la mayor parte de los reos de delitos conservan su derecho al voto activo y pasivo, cien mil ciudadanos vascos son privados de sus derechos civiles y de su derecho a un juicio justo. En un Estado cuya doctrina jurídica define actos y no personalidades delictivas y que dice abominar del principio nazi de «analogía», miles y miles de ciudadanos vascos son preventivamente inhabilitados como pertenecientes a «grupos de riesgo» en virtud de su pasada relación con otros grupos o coincidencias de palabra u omisión con personas «contaminadas». Una sentencia legal que produce este resultado no puede ser de ninguna manera ajustada a Derecho. Pero la culpa, claro, no la tiene el Supremo, por muchos volatines que haya tenido que hacer encima de esa cuerda. Entrar a discutir si el contenido de la sentencia se ciñe o no a la Ley de Partidos, como si la irregularidad anidase en ese hiato, es olvidar -y legitimar- la anomalía democrática de la Ley misma. En un Estado que se dice de Derecho, basado por tanto en la proscripción limitada y no en la prescripción generalizada, la Ley de Partidos condiciona el acceso a la vida pública de los ciudadanos a una adhesión positiva obligatoria que conculca de hecho el derecho a la libertad de expresión. La libertad de expresión no consiste en poder decir lo que pienso sino en que nadie me pueda obligar a decirlo. Un Estado que sólo legalizase aquellos partidos que declarasen que la nieve es blanca sería un Estado dictatorial y la más mínima dignidad democrática exigiría de todos los grupos políticos silenciar la blancura de la nieve y denunciar como una violencia intolerable ese silencio. Piense lo que piense de ETA, me niego a condenar sus acciones porque más importante que decir lo que pienso me parece defender mi derecho democrático -colectivo- a no decirlo. Piense Batasuna lo que piense de ETA, el Estado debería garantizarle su derecho a callar (como garantiza el derecho de un detenido a no acusarse a sí mismo) y los partidos que no apoyaron la Ley liberticida deberían respaldar a la coalición independentista, piensen lo que piensen de ella, y eso hasta el punto de negarse públicamente a condenar a ETA, desafiando así una ley que ningún gobierno se atrevería a aplicarles. Como condición de acceso a la vida pública y prescripción obligatoria de un Estado, la «condena a ETA» o «la blancura de la nieve» dejan de tener valor ético para convertirse en instrumentos discriminatorios, igual que un «certificado de sangre» o el saludo fascista, signos intolerables de un régimen totalitario.

En un momento tan delicado como éste, en el que la frontera entre la esperanza y la oscuridad, entre el derecho y la ley, es apenas un empujoncito, alguien podría considerar justificado que el PSOE hubiera hecho un disparate jurídico en favor de la paz y la democracia. Ni siquiera se le pedía eso: bastaba con que hubiese deshecho uno muy grande o al menos no hubiese cometido uno mayor. Nunca como hoy la obediencia a una ley disparatada -y su torcimiento abusivo- podían tener consecuencias más graves. El disparate jurídico de Zapatero es una declaración de guerra que estrecha aún más los márgenes para una solución política y negociada al conflicto vasco-español. A los cien mil irredimibles «contaminados» a los que no se les permite ni presentarse a las elecciones ni elegir a sus representantes, ¿qué les está pidiendo el Gobierno? ¿Que condenen a ETA? ¿O que la voten a ella? Desde Bruselas o Canadá o Tokio -apenas se restablece la distancia- no puede dejar de contemplarse con horror cómo los que apuestan por la violencia, en el PP y dentro de ETA, se frotan las manos de satisfacción ante el disparate de Zapatero, embragados por la hipocresía maquiavélica del PNV y el silencio pusilánime de la izquierda estatal. Un empujón más y no quedará ni sombra de la democracia homeopática de esa vía muerta que llaman Transición.

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