Fede de los Ríos
Que no nos cuenten la pena de Murcia
Hay veces que uno no sabe qué decir. Cuando la realidad habla por sí misma cada palabra es una palabra de más. La retórica de los miserables es incapaz de ocultar los hechos. El coro de los tartamudos que sólo poseen una especie de idea resulta ya insoportable. Y además el rostro de sus jefes invade las paredes. Su sonrisa medida, su ordenado cabello, su cuidada vestimenta y el trabajo de photoshop pretenden cautivar al posible votante. Seducir, le llaman ahora. Nos quieren cautivos y además contentos, mientras a una parte de la ciudadanía se le niega el pan y la sal, se la declara proscrita y se le impiden los más elementales derechos de una democracia formal.
Si el burgués sufragio universal no les sirve, aplican el censitario. Estos pueden votar y ser votados, esos no. Lo que resulta un poco sorprendente es la aquiescencia de muchos conciudadanos, e incluso la asunción por parte de los proscritos, ante tal barbaridad del Estado. No, no es de recibo que a una parte de la ciudadanía se le dé una muerte civil y haya quien actúe como si no hubiese pasado nada o como si no se pudiera hacer nada.
Los habitantes de Auswitz también decían desconocer lo que acontecía a unos cientos de metros en el campo de concentración, aunque el olor a carne quemada invadía a diario sus pituitarias y las de sus hijos. Dicen que la exposición continuada a un olor hace a éste imperceptible para el sistema olfativo. Si nos acostumbramos a la injusticia nos volveremos injustos; si a la estupidez, estúpidos; si al fascismo blanco, fascistas. La perdiz ya está demasiado mareada.
Decían los del mayo francés, ése con el que promete acabar Sarkozy (no es una enfermedad venérea), que detrás de cada una de nuestras renuncias la reacción prepara nuestra tumba.
El peligro no se encuentra en nuestro querido y admirado Fernando Sebastián y sus loas a Falange Española y de las JONS. Cosa, por otra parte, de agradecer en este escenario político tan aburrido. Debió pensar nuestro prejubilado prelado que «para lo que me queda en el convento, me cago dentro». Yo, desde luego, cada día lo quiero más.
La pregunta a contestar ahora es: ¿qué vais a hacer los vasquistas, la izquierda pacificadora y los defensores de la ética con los derechos arrebatados a los proscritos?
En estos momentos lo demás son brindis al sol.