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MONTAÑISMO Volver a vivir

Volver a las montañas de todo corazón

Tres montañeros navarros, Patxi Irigoien, Paco Yera y Mikel Saralegi, relatan la apasionante experiencia de regresar a las cumbres tras superar trasplantes de órganos vitales.

Antxon ITURRIZA | DONOSTIA

Las religiones se han esforzado siempre en buscar caminos de trascendencia a los límites inexorables de la existencia humana. La reencarnación, promesas de cielos y de existencias eternas han sido las diferentes interpretaciones místicas dadas a lo largo de la historia a ese misterio, aunque nadie haya regresado del otro lado de la frontera de la vida para testimoniar la veracidad de las promesas que se predican.

Sin embargo, hay contadas ocasiones en las que el renacimiento a la vida se hace posible sin necesidad de ascender a esferas místicas ni de traspasar espacios de un incierto más allá.

Tres montañeros navarros, Patxi Irigoien, Paco Yera y Mikel Saralegi, que desde circunstancias y edades distintas se vieron abocados a una encrucijada crítica, experimentan ahora esa sensación de volver a empezar un nuevo ciclo de sus vidas, tras superar la dura prueba del trasplante de un órgano vital.

En el Breithorn, tocando el cielo

El iruindarra Patxi Irigoien no era alpinista en su existencia anterior. La fibrosis quística que sufría en sus pulmones le impidió desde muy joven afrontar grandes esfuerzos físicos. Paulatinamente tuvo que ir dejando de pedalear en bicicleta y de practicar el senderismo. «Con 21 años bajé un día de dar la vuelta al Urederra totalmente agotado. Me costó tres horas regresar. Me asfixiaba. Entonces comprendí que ya no podría ir más al monte».

Su situación se fue agravando. Tres años después, tuvo que dejar también el trabajo de mecánico que desempeñaba. Sus pulmones estaban a un 19% de capacidad, rozando la incompatibilidad con la supervivencia. Durante un largo tiempo, Patxi se resistió a asumir la idea de ponerse en la lista de posibles trasplantes. Finalmente, la evidencia le empujó a decidirse: no había otra alternativa salvo la de aceptar la certeza de una muerte inminente.

La cuenta atrás empezó en septiembre de 2000. Su situación era crítica. «La estancia en el hospital de Valencia aguardando un donante resultó angustiosa», recuerda Patxi. Por fin, el 7 de enero de 2001 entraba en el quirófano. Tenía 31 años y aquél podía ser el último o el primer día de su vida.

Todo salió bien. A los pocos días, el joven navarro, tras superar una crisis aguda de rechazo, estaba ya trabajando en el gimnasio del hospital. «Los fisioterapeutas me tenían que parar, porque me pasaba haciendo los ejercicios de recuperación».

Un mes más tarde, todavía muy débil, Patxi volvía a su casa de Iruñea dispuesto a estrenar una nueva vida. «Aunque me habían advertido que no lo hiciera, cuando llegamos a la altura de Tudela, me quité la mascarilla y respiré profundamente, porque pensé que el aire de mi tierra no podía hacerme ningún mal».

Habían pasado sólo cuatro meses desde la operación cuando Irigoien regresó al Urederra. Era como si quisiera volver a abrir un paréntesis existencial en el mismo lugar en el que se había visto obligado a cerrarlo diez años antes. «El camino que tanto me había costado terminar entonces, lo hice perfectamente», evoca Patxi con satisfacción.

Unos meses después, intentó llegar hasta la Mesa de los Tres Reyes desde Belagoa. «Me quedé a poco de la cumbre, pero entonces tomé una decisión importante: ahora me hago montañero».

Y volvió y subió a la Mesa y más tarde, al Perdido y luego, al Taillón; y nadó hora y media en una prueba en torno a la costa de Formentera. Era maravilloso volver a vivir de nuevo.

Convertido por su sorprendente recuperación en un icono para quienes padecían la misma enfermedad que él, la casualidad quiso que en una de las charlas divulgativas que acostumbra a dar Patxi, coincidiera en Valencia con el médico y experimentado alpinista Javier Botella. Fue él quien, al estudiar su caso, le propuso la idea de intentar el ascenso a una cumbre de cuatro mil metros en los Alpes.

Patxi aceptó el desafío. En julio de 2006, el joven navarro emprendía desde el mismo valle el ascenso a la cima del Breithorn, acompañado de Botella y de otros amigos que le apoyaban. Tenía por encima de su cabeza un desnivel de casi tres mil metros. «Subiendo al refugio lo pasé muy mal. Me dolía la cabeza, me sentía mal, me faltaban las fuerzas». Le echó casta y llegó al refugio ocho horas después. El objetivo le parecía entonces más alto y lejano que nunca.

«Descansé, comí y dormí. Unas horas después, me encontraba de nuevo bien», relata Patxi. Controlado por el médico, el navarro prosiguió la ascensión, que culminaría al día siguiente. Hoy recuerda con emoción aquellos momentos: «Nos encordamos en el glaciar. Daba un paso, otro y otro. Era como ir avanzando por un desierto blanco». Y llegó a la cima del Breithorn. Había alcanzado los 4.165 metros. Aspiró a fondo con sus nuevos pulmones el aire transparente de las alturas. Miró en su entorno. Lo que podía ver le parecía irreal. «Me emocioné. No me lo podía creer. Estaba tocando el cielo».

Empezaron a bajar. A partir de ese momento Patxi podría decir con todo derecho que era un alpinista.

Entre la huerta de Lareki y el Aneto

Cuando Mendia le llamó para establecer contacto con él, respondió desde su móvil mientras descendía con esquís de una cumbre de Belagoa. Estaba a punto de atardecer un día de invierno. Una situación en principio sorprendente para encuadrar en ella a un hombre que vive con un corazón trasplantado.

Nacido hace 56 años en el barrio de la Txantrea, Paco Yera empezó en la montaña, al igual que muchos otros, como socio del C.D. Navarra cuando apenas tenía 15 años. Pronto fue cogiendo vuelo y se atrevió con el Pirineo y con rutas exigentes, como las Crestas del Diablo. Y también se inició en la práctica del esquí de montaña, cuando no eran sino cuatro locos los que se aventuraban fuera de las pistas.

Pero, desde la infancia, Paco tenía instalada en su corazón una diminuta bomba de relojería en forma de una miocardiopatía dilatada. Todo fue bien hasta que en 1993 la lesión empezó a agravarse. «Dos años después tuve que dejar la montaña y, como no podía parar quieto, me compré una moto. Con ella me movía de un lado para otro». Sin embargo, la situación se tornó, también en su caso, insostenible y la salida del trasplante le fue planteada como el único visado de futuro que la medicina le podía ofrecer. «Lo veía como una alternativa positiva, porque la otra era la de irme directamente a la huerta de Lareki», comenta Paco haciendo alusión irónica al viejo cementerio de Iruñea.

Corrían los Sanfermines de 2002. Paco entró en una crisis terminal. Ya sólo podía hacer una vida estática. Pocas semanas después, le llegaba el aviso de ingresar en el hospital. Le esperaba un nuevo corazón y quizás una nueva vida.

Diez días más tarde volvía a casa. No habían transcurrido más que tres semanas cuando ya paseaba por la sierra del Perdón. «Me sentía sorprendentemente bien, pero para mí fue un hito cuando, a los ocho meses del trasplante, subí a la cumbre de Anie», recuerda Paco con emoción.

Los Sanfermines de 2003 fueron para él muy diferentes a los anteriores. «Subí al Aneto y con aquella experiencia me di cuenta de que podía hacer cualquier cosa».

Con una especial impaciencia, aguardó la llegada de las primeras nieves de aquel invierno. «Hacía diez años que no tocaba los esquís». Desempolvó el equipo con ansiedad y se lanzó de nuevo por las pendientes nevadas con la fuerza vital del corazón joven que llevaba en el pecho. La vida le estaba dando una segunda y maravillosa oportunidad.

Paco mantiene su trabajo profesional, que conjuga con frecuentes travesías en esquís por el Pirineo y con muchos proyectos: «Me gustaría ir a Alpes, o descender el Valle Blanco esquiando», confiesa con entusiasmo. Paco define su nueva situación: «No ha cambiado mi calidad de vida, es mi propia vida la que ha cambiado».

Volver a la montaña

Hace poco que Mikel Saralegi ha cumplido 65 años. Es también un montañero de los de siempre. «Me inicie con 16 años en el Anaitasuna, cuando todavía estábamos en la calle Mayor». Durante 25 años Mikel subió a todas las montañas que se pusieron por delante. Pero a los 40 años algo empezó a ir mal. «Notaba que cada vez me fatigaba más. Los médicos me diagnosticaron una lesión en la válvula mitral del corazón provocada por unas fiebres reumáticas que había pasado de pequeño». A pesar de esa limitación, Mikel siguió yendo al monte, pero el estado de su corazón no hacía sino empeorar. «Me tuvieron que sustituir tres válvulas y así fui tirando unos años más».

Pero en los inicios de 2004 su situación empeoró notablemente. Aquel corazón remendado ya no daba para más. Y, al igual que sus compañeros de experiencia, se vio abocado a la dura disyuntiva de ponerse en una lista aguardando con angustia un corazón nuevo. Tres meses pasó Mikel en la sala de espera de una estación intermedia entre los temores y la esperanza.

En agosto de 2004 le llegó el momento de iniciar el tránsito hacia una nueva reencarnación. También sufrió una crisis de rechazo y otras complicaciones, pero a finales de 2005 Mikel Saralegi volvía a contemplar los horizontes del Pirineo desde la cumbre del Ori. Hasta allí había subido pujante, percibiendo sensaciones de potencia en su pecho ya casi olvidadas: «Para mí resultaba impensable volver a la montaña», confiesa. Desde entonces sale de excursión todos los domingos, incluso algunos días entre semana. Y es que Mikel quiere compartir con sus amigos la experiencia excepcional de vivir una existencia nueva. «Mi afición y mi pasión siempre ha sido la montaña. Es en la naturaleza donde me siento a gusto y seguiré yendo a ella mientras pueda».

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