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La sangría continúa en Irak mientras la mayoría del mundo occidental mira hacia otro lado

Es una idea recurrente pero, lamentablemente, real y cotidiana. Irak de nuevo asaltaba ayer nuestras conciencias: decenas y decenas de muertos al norte de la capital, Bagdad, y otras muchas más de las que, probablemente, no tendremos noticia. Y no tendremos noticia, entre otras cosas, porque cada vez son menos las agencias que mantienen enviados en Irak. Irak ha enterrado casi definitivamente un modo de hacer periodismo, el de los corresponsales que viajaban al lugar de los hechos y contaban al mundo lo que veían, que no era poco. Esta segunda invasión moderna del país, de nuevo bajo la égida de un Bush, ha matado también la información independiente. Incluso dentro de Estados Unidos. También en Europa, con contadas excepciones.

Las mentiras que vendieron la invasión sí tuvieron más efectos, pero aún hoy siguen siendo un «asunto interno», no un instrumento para denunciar el genocidio que está ocurriendo en el país árabe. Invasión y ocupación, y resistencia, aunque desde aquí resulte difícil desenmarañar el caos de intereses y luchas, fratricidas en muchos casos. Pero la resistencia existe, y es precisamente lo que Estados Unidos (y también la Unión Europea o, mejor dicho, sus estados) quieren ocultar, casi tanto como los muertos y heridos fruto de los ataques y emboscadas diarias contra sus tropas. Lo que principalmente llega hasta nosotros son los ecos de los grandes atentados con víctimas iraquíes, pero no las acciones de guerra contra las fuerzas aliadas (estadounidenses y británicas sobre todo). Lo que se lleva, o se impone, es cualquier cosa que sirva para vender ante la opinión pública un país y una gente caótica e ingobernable que vive en permanente e inevitable guerra civil. Todo ello aderezado en las crónicas o reacciones políticas potenciando convenientemente el componente religioso. Lo que no se lleva, o se censura, es todo aquello que pueda reflejar la invasión, la ocupación, los intereses económicos espúreos, la aniquilación de un modelo árabe distinto. Es cierto que en Gran Bretaña o en el Estado españo Irak ha tenido consecuencias, pero en EEUU son mucho menores de las deseables. El Foro Social que acaba de concluir en Estados Unidos ha servido para vislumbrar que aún queda izquierda en ese país, pero esa izquierda no logra tomar la calle (tampoco en la tan solidaria y progre -supuestamente- Unión Europea) y, desde luego, no se encuentra entre los demócratas. Los principales aspirantes a convertirse en el desafiante demócrata en las presidenciales ofrecen pocos datos para el optimismo en política exterior, más bien todo lo contrario, y la presión en el Legislativo ha tenido un resultado tan previsible como escaso. Muchos suspiran hoy por el regreso a la carrera presidencial del cada vez más mediático Al Gore, especialmente en Europa (no tanto en Estados Unidos), y es que a los europeos nos chiflan los líderes ecologistas bien trajeados y los conciertos de diseño (ambos necesarios y positivos en su ámbito, sin duda), aunque nos olvidamos con demasiada facilidad de que ese mismo Gore fue el segundo de Bill Clinton en las guerras que también éste desató en diversas partes del mundo. Tampoco Gore ofrecería, probablemente, mayor esperanza a un país, Irak, que se desangra por dentro. Los últimos datos sobre refugiados y desplazados son terribles, y deberían bastar para que las potencias y, sobre todo, la desfasada e inoperante Organización de Naciones Unidas (ONU) se pusieran manos a la obra, pero no para colocar gobiernos títeres y organizar elecciones que nada pueden solucionar, sino para abordar cómo se ha llegado realmente a esta situación y buscar responsables y salidas. El problema, como siempre, es que deberían mirarse, en demasiadas ocasiones, a sí mismos, y eso tampoco se lleva. Las escasas y muy parciales iniciativas internacionales prácticamente han desaparecido en estos últimos meses.

Unión Europea

La Unión Europea, como decíamos, tampoco puede presentar gran cosa en su haber en este conflicto. Ni tan siquiera la respuesta de la ciudadanía es la que pudiera esperarse de los tan cacareados valores europeos. Es bien conocido que la Unión no cuenta con una política exterior y de seguridad común. Desde el Tratado de Maastricht (1992), esas políticas están formalmente integradas en el tercer pilar, que depende de las relaciones intergubernamentales, no del ámbito comunitario. La creación de la oficina de Javier Solana (Mister PESC, Alto Representante de la Política Exterior de la Unión o como le quieran llamar) ha sido, al menos hasta ahora, un patético intento por dar un rostro visible en el mundo (o ante el mundo) al modelo de integración europeo.

Las últimas negociaciones que desembocaron en junio simplemente en lanzar una nueva Conferencia Intergubernamental que negocie y redacte un nuevo Tratado presentaron como un gran logro la confirmación de esa figura que hoy encarna Javier Solana, pero sin atribuirle mayores competencias ni prerrogativas; ni tan siquiera contará con un equipo diplomático netamente europeo.

De los europeos debería poder esperarse más, eso dice el tópico, pero en esa parte del mundo tan convulsa su participación y su aportación sigue siendo testimonial, por mucho que nos escudemos en nuestras aportaciones económicas y en nuestros supuestos valores.

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