María Luisa Mendonça Periodista, integrante de la Red Social de Justicia y Derechos Humanos (Traducción Alai)
El reciclaje del imperio
E n enero de 1963, uno de los principales asesores del presidente Kennedy determinó que Estados Unidos estaría exento de cumplir la legislación internacional para responder a cualquier desafío a su «poder, posición y prestigio». En aquel momento, el principal foco de enfrentamiento de la política externa estadounidense estaba dirigido contra Cuba.
El Departamento de Estado explicaba la llamada «obsesión con Cuba» afirmando que «la propia existencia del gobierno de Fidel Castro representa un ejemplo exitoso de reto a la política de EEUU». Para frenar el «ejemplo contagioso» de Cuba, el Gobierno Kennedy utilizó diversas tácticas para crear inestabilidad y crisis económica, esperando que la población cubana se decidiera a apoyar a la contrarrevolución.
En los años 60, el presidente Kennedy utilizó la carrera armamentista para forzar a Rusia a destinar gran parte de su presupuesto a gastos militares, debilitando su economía. La política de EEUU contra la «amenaza comunista» condujo entonces al bombardeo de Vietnam del Sur, autorizado por Kennedy en 1962. La guerra prolongada contra Vietnam provocó cerca de un millón de muertos.
El imperialismo, basado en la expansión territorial, fue identificado por José Martí, que percibió la anexión de Florida, Texas y California como señal de una posible dominación de toda América Latina, lo que dio origen al concepto antiimperialista de Nuestra América, pues Martí percibía que evitar la toma de Cuba significaría frenar la ofensiva estadounidense en todo el Continente. Hoy, historiadores identifican la guerra liderada por Martí como la primera ofensiva contra el imperialismo norteamericano. El propio Lenin no conocía la experiencia revolucionaria de Martí, cuando escribió «El Imperialismo, Fase Superior del Capitalismo».
Desde entonces, la política imperial de EEUU está pasando por períodos de «reciclaje». Sin embargo, la lógica central se mantiene, tanto en gobiernos demócratas como republicanos. Durante la administración Clinton, la doctrina del uso de poder militar unilateral fue claramente definida con el objetivo de obtener acceso irrestricto a mercados, fuentes de energía y recursos estratégicos.
La actual administración Bush profundizó el proyecto de control espacial con fines militares y creó la doctrina de «obtención» del espacio, con el objetivo de crear posibilidades de atacar cualquier región del planeta, causando destrucción inmediata. El Pentágono define esa estrategia como «libertad para atacar e imposibilidad de ser atacado». No hay preocupación de proteger incluso a su propia población. La implementación de una base espacial militar minimiza la necesidad de bases militares terrestres, sujetas a mayor resistencia popular. Esta política está generando el aumento de los gastos en armamento en diversos países como China, Rusia, India, Pakistán y Corea del Norte.
Condoleezza Rice definió a esta política como de «legítima defensa anticipada», es decir, el «derecho de Estados Unidos de atacar un país que ellos creen que atacará primero». Esta ideología es aceptada por la Unión Europea y por muchos otros países, lo que confiere legitimidad a las acciones del Gobierno estadounidense. Paradójicamente, las intervenciones militares comandadas por EEUU apuntan a asegurar su poder frente a países de la propia UE, que dependen de las mismas fuentes de energía y recursos estratégicos.
En América Latina, el «reciclaje» del imperio en el periodo pos Guerra Fría se elaboró a partir de la propaganda de la «guerra a las drogas», que justificó intervenciones militares, desde la invasión de Panamá en 1989, hasta el Plan Colombia. Otro concepto conocido para evitar la independencia política de los países latinoamericanos es el llamado populismo radical, utilizado en campañas de difamación contra los gobiernos de Venezuela y Bolivia, algo que nos recuerda como anteriormente EEUU trató de impedir el «ejemplo contagioso» de Cuba, Chile y Nicaragua... Hay otros casos de intervención militar para «proteger a la población de peligros internos» o de «intervenciones humanitarias» para «promover la democracia», como en el caso de Haití.
A pesar de que algunos análisis señalan que América Latina es el foco de la resistencia antiimperialista y que existe un fuerte sentimiento antiimperialista en los pueblos latinoamericanos, no hay cambios estructurales en gran escala, en el sentido de romper con la dependencia política y económica a nivel regional.
Podemos identificar iniciativas en este sentido por parte de Venezuela, como en el caso de la recuperación de la estatal petrolera PDVSA, de la creación del Banco del Sur y de diversas iniciativas a partir de ALBA. En Bolivia, el Gobierno también busca reanudar el control de las fuentes de energía, redefinir su política externa en relación a instituciones como la OMC y el Banco Mundial y, a través del proceso de elaboración de una nueva Constitución, crear condiciones de cambios más profundos. Un ejemplo más reciente es Ecuador, donde el presidente Rafael Correa anunció medidas como una auditoría de la deuda, la cancelación del acuerdo que permite a EEUU utilizar la base de Manta, además de una nueva Constitución.
El avance de cambios estructurales en estos países es consecuencia, en primer lugar, del fortalecimiento de los movimientos populares, con unidad suficiente para realizar movilizaciones masivas. La transformación política en esos países tiene sujetos bien definidos, con estrategias claras, al contrario de la idea de que estos procesos ocurrieron sencillamente a consecuencia de una «crisis» institucional. El papel de líderes políticos como Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa ha sido significativo por atender la demanda popular por cambios estructurales y estimular la toma de consciencia política de la sociedad para llevar a cabo tales cambios.
Cada uno de esos procesos tiene su propio ritmo, prioridades y estrategias. Sin embargo, parecen caminar en una misma dirección, sea en el sentido del «socialismo del siglo 21» de Chávez, del modelo del «bien vivir» de los pueblos indígenas de Bolivia o de la «revolución ciudadana» de Rafael Correa. Esto no sucede en países donde había expectativa de transformaciones estructurales como Brasil y Uruguay, que poseían condiciones tanto o más favorables en términos de apoyo popular. El lado imperialista de la balanza en América Latina se benefició recientemente con la victoria electoral de la derecha en México y Perú y la reelección de Uribe en Colombia, a pesar del debilitamiento del Plan Colombia a consecuencia de las denuncias de la relación del gobierno con los paramilitares.
La Campaña por la Desmilitarización de las Américas (CADA) está analizando las principales formas de intervención de EEUU en el Continente, incluyendo mecanismos tradicionales y también menos explícitos, como proyectos de infraestructura. Todos estos mecanismos siguen la estrategia imperialista de garantizar acceso a mercados, recursos estratégicos y fuentes de energía.
La más reciente forma de «reciclaje» del imperio se conoció durante la visita de Bush a América Latina en marzo de 2007, cuando el Gobierno estadounidense asumió la defensa de la producción de agroenergía. El Gobierno de Estados Unidos aspira a garantizar el monopolio de las fuentes de energía (tradicionales o alternativas) por parte de las grandes empresas. Aprovechándose de la legítima preocupación de la opinión pública internacional por el calentamiento global, grandes empresas agrícolas, de biotecnología, petroleras y automotrices perciben que los agrocombustibles representan una fuente importante de lucro.
El efecto de la nueva ideología del «imperialismo verde» puede ser tan devastador como las guerras. Diversos estudios demuestran que la expansión de los monocultivos representa un riesgo mayor para el calentamiento global que las emisiones de carbono provenientes de combustibles fósiles. Brasil es el cuarto país del mundo que más emite gas carbónico en la atmósfera. Esto se debe sobre todo a la destrucción de la selva amazónica, que representa el 80% de las emisiones de carbono en el país. La expansión de los monocultivos para la producción de agroenergía tiende a profundizar este problema, presionando cada vez más a la frontera agrícola de la Amazonia y del Cerrado. Brasil es prácticamente autosuficiente en producción de energía. Por lo tanto, la expansión de la producción de agrocombustibles tiene como objetivo central atender la demanda de otros países.
En Estados Unidos, el Gobierno difunde la producción de agroenergía como un «acto de patriotismo», que conducirá a «liberar a los americanos de la dependencia del petróleo de países no confiables», además de evitar que «nuestros jóvenes mueran en la guerra». Esta es la más reciente artimaña del imperio: presentar un falso sentimiento pacifista para justificar la expansión de la producción de los agrocombustibles, a la vez que estimula el apoyo de la opinión pública estadounidense a un eventual bombardeo a Irán, que pueda rendir frutos en las próximas elecciones.
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