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El cineasta sueco falleció a los 89 años de edad

Ingmar Bergman, la despedida de uno de últimos grandes del cine

La historia del cine no se puede escribir sin Ingmar Bergman, protagonista de sus páginas de calado más profundo. Refugiado en su isla solitaria de Fârö, el genio nos deja un apasionante legado cinematográfico.

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Mikel INSAUSTI | DONOSTIA

Decir que Ingmar Bergman ha sido el mayor genio cinematográfico del siglo XX no es ninguna exageración, sobre todo para los que hemos crecido como espectadores con sus películas. Su nombre está ligado de forma indisoluble a lo que fue el llamado cine de arte y ensayo, cuando había costumbre de ver las películas en versión original subtitulada, sobre todo las suyas.

Los temas que trababa el cineasta sueco, fallecido ayer a los 89 años de edad, iban muy por delante de lo que permitía la censura franquista, cuando todavía no existía el divorcio y asustaba hablar de la religión con la franqueza con que lo hacía el de Upsala. Sus películas nos enseñaron que también se podía ir al cine para sufrir, para enfrentarse a los traumas existenciales, sin ser por ello masoquista.

Bergman invitaba a la reflexión, al debate profundo, y en consecuencia era el más indicado para las sesiones de los cine-forum universitarios o de los combativos cine-clubs que tanto proliferaron en los años 60. Bergman era mucho Bergman, y todo el mundo se lo tomaba con el debido respeto, incluso Woody Allen, que descubrió en sus realizaciones una especie de humor trascendente que le ha servido de inspiración para sus obras más personales.

Me maravillan los estudiosos de la obra de Bergman que son capaces de distinguir entre el mayor o menor interés de sus distintas etapas, porque a mí siempre me ha dejado pegado a la butaca. Es de esos diosecillos a los que, en mi opinión, les está permitido hablar de lo divino o de lo humano, porque nunca cansan o aburren. Lo que tiene que contar siempre es apasionante, y si no lo es, su talento para la introspección logra sumergirte en el interior de los personajes, con lo que el efecto final sigue siendo el mismo y la identificación no falla.

Si ha llegado casi hasta los 90 años es debido a su naturaleza de ser pensante, entregado a una vida contemplativa en su apartada isla de Fârö. Para tratar de tú a tú a la muerte, tal como él lo hacía en la mayoría de sus dramas, hace falta una vitalidad fuera de lo normal. El making off de su último trabajo televisivo «Saraband», de eso hace apenas tres o cuatro años, nos lo muestra con una energía impropia de su edad, como ese momento del rodaje en que persigue a Liv Ullmann alrededor de todo el decorado, porque su actriz y ex compañera sentimental se resiste a su edad a hacer un desnudo integral.

El viejo Bergman siempre se reconoció artísticamente como un hombre de teatro, influenciado por Strindberg e Ibsen. Y debía de ser una declaración de principios sincera, porque nadie ha dominado la dirección interpretativa en el cine como él, aunque tenía que ser muy duro someterse a su presión psicoló- gica, sobre todo para ellas, con las que se implicaba hasta el punto de no distinguir entre relación profesional y personal.

Su trauma y su pasión

Seguidor de los métodos analíticos de Jung, utilizó el cine como alternativa a la psiquiatría, pues lo definía como su trauma y su pasión, una terapia en definitiva. Terapia de grupo que compartía con sus intimos Erland Josephson, Max Von Sydow, el maestro Victor Sjöström, Gunnar Björstrand, Harriet Andersson, Bibi Andersson, Ingrid Thulin y Liv Ullmann. Les necesitaba para expresarse a través de ellos, y de hecho la idea que tenemos de él es la que han transmitido los personajes de sus películas, como una forma de alter ego. Son seres aislados, muchas veces en la isla de rigor, obligados a mirarse ante el espejo en un acto introspectivo.

Lo que Bergman no podía comunicar por medio de sus criaturas, porque a todo tampoco llegaba, lo definía como el silencio, esa suerte de incomunicación, de vacío que los teólogos han querido relacionar con la ausencia de Dios. No quisiera ser irreverente, pero a mi parecer quien reinaba en esa parte intangible, esencial para la atmósfera sobrecogedora de la narrativa bergmaniana era el director de fotografía Sven Nykvist. Su dominio del blanco y negro era tal que los puristas nunca quisieron que se pasara al color, que lo hizo de forma igual de brillante hasta conseguir el Oscar con los dolorosos tonos ocres y rojizos de «Gritos y susurros». Si Sven Nykvist se desvirtuó dentro del color no fue por culpa de Bergman, sino al tener que adaptarse a las exigencias de Hollywood. Una fase que nada tenía que ver con su adecuación a la estética y al gusto nórdicos del expresionismo alemán, directamente revisitado por Bergman cuando se autoexilió a mediados de los 70 a causa de sus problemas con el fisco sueco. Allí hizo un par de experimentos muy curiosos: «De la vida de las marionetas» y «El huevo de la serpiente».

Hoy en día el contacto con el cine de Bergman ya no es una experiencia compartida como antaño, habida cuenta de que se ha tornado más privada por la condición de formato doméstico del DVD. Su filmografía, incluidas las realizaciones televisivas, puede ser revisada para sorpresa de quienes no hayan tenido oportunidad de conocerla en su momento. A los no iniciados les aconsejaría que fueran en orden inverso al crono- lógico. Empezando desde lo más reciente irán sintiéndose cada vez más atraídos por el origen de esa forma inimitable de hacer cine, hasta prepararse para sus grandes obras maestras: «Persona», «El silencio», «El manantial de la doncella», «Fresas salvajes», «El séptimo sello» o «Sonrisas de una noche de verano».

Es un esquema diferente al que hubo que vivir en medio de un proceso coyuntural, ya que en la actualidad carece de sentido el escándalo que provocó en su momento, por ejemplo, «Un verano con Mónica». Fue parecido al que dos décadas después armó «Secretos de un matrimonio», totalmente atenuado por la continuación a treinta años vista de «Saraband». Estableciendo dicho paralelismo en sentido contrario se puede obtener una clara referencia temporal, la que nos ha legado Ingmar Bergman, perfecto conocedor del interior humano y su caducidad.

Un creador que le había encontrado un sentido al «arreglo» final de la muerte

Ingmar Bergman dijo en más de una ocasión que, tras «Fanny y Alexander (1983)», no esperásemos más películas suyas: su relación con el cine había terminado definitivamente. No fue la única ni la última vez en la que el cineasta anunciase su retirada de una forma de expresión que le apasionaba y odiaba al mismo tiempo. Porque la fama no era precisamente de su gusto: hace tres años, en una de las escasas entrevistas que concedió, reconoció que, desde que recibió el Gran Prix en Cannes en 1956 por «Sonrisas de una noche de verano», su fama era tan grande que nadie le decía honestamente lo que pensaba de sus filmes. «Incluso cuando las películas están terminadas, no tengo a quién mostrárselas para que me dé una opinión sincera. Sólo hay silencio», apuntaba.

Ingmar Bergman creó una obra de una gran riqueza emocional, en la que aparecían sus obsesiones, como Dios y la muerte. «Cuando era joven tenía un miedo horrible a morir. Ahora creo que es un arreglo muy, muy acertado. Es como una vela que se apaga. No hay mucho sobre lo que discutir», afirmó recientemente. En 2005 se estrenaba aquí «Saraband» (2003), una película rodada para la televisión sueca y que, de hecho, se ha convertido en su película-testamento. En «Saraband» rescataba un tema ya tratado en la legendaria «Escenas de un matrimonio», estrenada en 1973, en la que abordaba la complejidad del matrimonio y de la relación de pareja, uno de los asuntos recurrentes en su obra. El cineasta logró convencer a los dos protagonistas de aquel filme, Liv Ullmann -una de sus actrices preferidas, con la que compartió una relación amorosa de la que nació una hija-, y Erland Josephson, amigo entrañable y también actor predilecto. Ullman y Josephson accedieron, treinta años después, a desandar el camino recorrido tras su «separación». Fue su despedida. GARA

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