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Koldo Casla Salazar coordinador de amnistía internacional de Gipuzkoa

Especificación con garantías para los pueblos indígenas

El cuarto paso del proceso de extensión de los derechos humanos, el de la «especificación», es necesario, en opinión de Koldo Casla, para articular la lucha por los derechos de los colectivos más vulnerables. En ese sentido, para uno de esos colectivos, el de los pueblos indígenas, sería indispensable observar su modo de vida y no ver en los derechos «específicos» algo contrario a los derechos humanos

Alos teóricos del derecho Norberto Bobbio («El tiempo de los derechos», 1991) y Gregorio Peces-Barba se les atribuye por la doctrina iusfilosofista la génesis de la teoría de los cuatro pasos del proceso de extensión de los derechos humanos. Para ser sinceros, buena parte de la doctrina apunta que fue el primero quien dio vida a este planteamiento mientras que otra parte señala lo propio respecto del segundo. En realidad, podemos decir que esta teoría cuatrifásica ha visto la luz gracias a la labor intelectual de ambos autores conjuntamente, ya que fue Peces-Barba quien habló de las tres primeras etapas en primer lugar («positivación», «generalización» e «internacionalización»), para que luego el hace pocos años fallecido profesor italiano, recogiéndolas, hiciera también su particular aportación al añadir un cuarto paso, el de la «especificación».

En realidad, el discurso completo defendido por estos autores ha sido objeto de numerosas glosas más o menos críticas y más o menos elaboradas. En este sentido, no es para nada inoportuno consultar los comentarios del académico Javier de Lucas («El desafío de las fronteras. Derechos humanos y xenofobia frente a una sociedad plural», 1994). Sin embargo, aquí nos vamos a detener tan sólo en lo que llaman fase de la «especificación». Bobbio define la especificación como «el paso gradual, pero siempre muy acentuado, hacia una ulterior determinación de los sujetos titulares de derechos». Explica su concurrencia entendiendo que «la comunidad internacional se encuentra hoy no sólo frente al problema de aprestar garantías válidas a los derechos, sino también frente al de perfeccionar continuamente el contenido de la Declaración (Universal de Derechos Humanos), articulándolo, especificándolo, actualizándolo, de tal modo que no cristalice y se vuelva rígido en fórmulas tanto más solemnes cuanto más vacías».

En efecto, ha sido la tónica general durante los últimos años en la evolución del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, así como la idea fuertemente mantenida por el movimiento internacional en defensa de estos derechos, la adopción de un prisma especial en la articulación de la lucha por los derechos de los colectivos tradicionalmente más vulnerables. Esta postura explica el cariz adoptado por las cartas de derechos que se han ido sucediendo en el panorama internacional en los últimos años: las Convenciones sobre Eliminación de Todas las formas de Discriminación Racial de 1965, y contra la Mujer de 1979; la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989; la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares de 1990; la Declaración sobre los Derechos de las Personas pertenecientes a Minorías Nacionales, Étnicas, Religiosas y Lingüísticas de 1992...

Sin embargo, lamentablemente, el planteamiento de Bobbio ha sido utilizado por más de una autoridad política e ideológica para negar un principio básico en la lucha por los derechos humanos, cual es el de su interdependencia y universalidad. Ahora bien, como ya ha dejado escrito Antonio Blanc («Universalidad, indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos a los cincuenta años de la Declaración Universal», 2001), «la indivisibilidad no significa (...) aceptar una radical y absoluta equiparación fáctica entre las diversas categorías de derechos humanos que podría derivar incluso hacia su confusión, pues respetar su unidad e indivisibilidad es totalmente compatible con el también necesario respeto a su especificidad. En efecto, esta diversidad de los derechos humanos, cristalizada en las distintas generaciones de los derechos humanos que presentan, además de una naturaleza, contenido y carácter diferentes, unas modalidades de aplicación y unos mecanismos de protección y control también diferentes, no debe constituir una amenaza a la indivisibilidad de los derechos humanos en su conjunto, que se asocia a la naturaleza también indivisible de la dignidad humana».

Hoy por hoy, tristemente, hay un colectivo muy desconocido por estas latitudes que sufre especialmente diversas formas de violencia y de discriminación. Se trata de los pueblos indígenas. Desde 1994 en el seno de Naciones Unidas se discute alrededor de un proyecto de Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas. En la última sesión de trabajo de la Asamblea General, entre septiembre y diciembre del año pasado, parecía que podía llegar el momento en el que la comunidad internacional se comprometiera por escrito con estos pueblos para los que el ser originarios no les ha servido nunca de caución para ser tomados en consideración. Sin embargo, por diversas razones de índole variada los Estados miembros de las Naciones Unidas no alcanzaron el tan deseado acuerdo.

Por el momento, en consecuencia y teniendo en cuenta que también el proyecto de Declaración en el sistema interamericano se encuentra en estado letárgico, tan sólo contamos con un texto internacional en la materia, cual es el Convenio nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo de 1989 sobre Pueblos Indígenas y Tribales, ratificado por cierto por España hace escasos meses.

Algunos estudiosos hablan de la necesidad de reconocer una dimensión interna del derecho de autodeterminación para los pueblos indígenas, extremo que de forma un tanto sibilina ya está recogido en el Convenio mencionado, ya que se exige en éste que las comunidades afectadas por una eventual obra de infraestructura sean previamente consultadas por las autoridades gubernamentales. Sin embargo, todo hay que decirlo, este punto rara vez es respetado por los Gobiernos más implicados entre los hasta el momento dieciocho estados partes del Convenio.

La incorporación de un derecho de autodeterminación de dimensión interna de los pueblos indígenas al discurso sería realmente valiosa. En el mundo presente los indígenas se encuentran en una situación de franco riesgo para su propia supervivencia y son objeto de múltiples abusos de derechos humanos. En Guatemala, por ejemplo, la comunidad maya fue objeto durante el conflicto armado (1960-1996) del 83% del total de las más de 200.000 muertes producidas y actualmente los mayas son las principales víctimas de la crisis agraria que asola el país; en Estados Unidos las mujeres indígenas son blanco especialmente fácil de la violencia machista; en Brasil las comunidades indígenas sufren violentos desalojos forzosos; y en países geográficamente tan distanciados como Canadá y Australia, derechos sociales básicos como el de la educación se ven bruscamente truncados para los indígenas.

Es, por lo tanto, absolutamente apremiante que en esta fase de la «especificación» prestemos atención al modo en que viven los indígenas y sus pueblos. Pero debemos hacerlo con garantías, es decir, sin dejarnos llevar por la idea de que la especial dimensión de sus derechos «específicos» elimina su carácter de derechos humanos. No olvidemos que si realmente buscamos una justicia universal para los pueblos, no podemos negar la existencia a los que son más fieles a su modo de vida originario.

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