Mireia C. Zubiaurre
Eslabones que nos unen
La realidad se ha constituido de tal manera que parece no haber lugar para destinar algo de nuestro tiempo en ir recogiendo los oxidados eslabones e ir uniéndolos poco a poco, hasta formar tan siquiera una cadena corta
Como una cadena de eslabones férreamente unidos entre sí, así es la defensa y mantenimiento de un reino independiente. Una cadena irrompible cuyos eslabones representarían cada uno de los posibles elementos constituyentes de una nación, desde la cultura hasta la política pasando por la sociedad, las instituciones o la historia, y de los cuales podrían surgir otros tantos de menor rango que, sin embargo, ayudarían en la constitución de una red que lo abarcaría todo, asegurando desde su hechura la fortaleza de un pueblo que ha sabido construir y preservar su reino
Actualmente vivimos la ilusión de, al menos, conservar algunos de esos puntos de unión; incluso en ocasiones somos capaces de enlazar dos, tres eslabones a lo sumo, no sin gran esfuerzo. Pero si nos sobrepasamos, si intentamos crear algo más firme, siempre aparecerá alguien que nos lo impida para darnos cuenta después de la efímera robustez de nuestro pequeño logro. En su lugar, en el de la utópica cadena, nos colocan entre las manos una cuerda con la que entretenernos y hacernos creer que aún somos dueños de nuestras vidas y que el viejo reino de Navarra puede ser defendido a base de un tira y afloja sin sentido. Así, los hay que agarran firmemente la cuerda y tiran de ella sin descanso, agotándose por algo que ni ellos mismos saben con exactitud qué es, recobrando las fuerzas unas veces alimentándose de ilusión, otras de odio y rencor. Los hay que sujetan la cuerda sin demasiado ímpetu y sólo tirarán de ella cuando sientan la tensión proveniente desde el otro lado. Su respuesta dependerá de si estaban preparados, de si se esperaban que la cuerda fuera a tensarse, pero también de su fuerza y, sobre todo, su lealtad.
Finalmente están los que no sólo no sujetan la cuerda, sino que la entregan íntegramente a la otra parte y lo hacen con una sonrisa en la cara y la conciencia tranquila.
Tal vez por instinto o por simple estupidez humana, las cuerdas acaban por liarse entre ellas, como si quisieran formar esa soñada red compuesta de eslabones, pero ni las cuerdas son cadenas, ni los nudos uniones coherentes, ni nosotros lo que nuestros antepasados fueron, aquellos mismos que tanto nos cuesta recordar y homenajear.
Desde el momento presente observamos el pasado y nos parece que todo era más fácil entonces, que los conflictos a resolver eran menos en cantidad, que no había tanto por escarbar como ahora. Pero también había más muertes, las condiciones de vida eran peores y la necesidad de mantener en pie instituciones tales como los fueros o el caserío podía llegar a convertirse en algunos periodos de nuestra historia como algo esencial y absolutamente necesario.
Si fueran ellos los que nos observaran tal vez pensasen que vivimos demasiado bien y que el hecho de querer vivir aún mejor nos ciega y guía nuestras vidas sin importarnos demasiado lo que fue razón de ser de nuestros ancestros.
Verían que sí, es cierto, que nos preocupamos por todo aquello inherente a la sociedad en la que nos ha tocado vivir: el trabajo, la familia, el hogar y que todo ello es fruto de la evolución social producida en los siglos que nos separan de aquéllos. Pero que no nos sorprenda si se da la circunstancia de que nos obligaran a abrir los ojos para sentir la falta de libertad de nuestros movimientos y que el opio al que se refería Karl Marx se nos ofrece sin nosotros desearlo directamente, pero de manera consciente a todas horas y en todo momento, ocupando nuestras mentes muchas veces en nimiedades de las que, sin embargo, no podemos prescindir si no queremos resultar extraños entre la multitud.
Así, ocupadas nuestras vidas en lograr lo básico para coger el tren y salir adelante, no queda tiempo de pararse y ver lo que ocurre a nuestro alrededor: decisiones tomadas sin consultar, desigualdad social, negación de la libertad... La realidad se ha constituido de tal manera que parece no haber lugar para destinar algo de nuestro tiempo en ir recogiendo los oxidados eslabones e ir uniéndolos poco a poco, hasta formar tan siquiera una cadena corta. Las generaciones venideras, si es que hemos sabido inculcarles el valor del trabajo anteriormente realizado, sabrán mantener la cadena unida y, tal vez en un futuro que ahora se nos antoja como lejano, crear esa red de eslabones que un día el reino independiente de Navarra soñó.