ANÁLISIS | Crisis humanitarias e intervencionismo internacional
Sudán, una casilla en el tablero de ajedrez de las petroleras
Uganda, Chad, República Centroafricana, Nigeria, Argelia ... son algunos de los países africanos en que se han vivido o viven conflictos que, como el de Darfur, ponen en cuestión el derecho humanitario. Sudán pone reparos a la misión internacional. También Turquia impidió la ayuda a los desplazados en sus ataques en Kurdistán e Israel ataca campos de refugiados palestinos. ¿Sólo Jartum desafía a las Naciones Unidas?
Las razones humanitarias pueden llevar a ocultar los intereses que llevan a tomar una iniciativa de intervención en un conflicto, el de Darfur, que ni es nuevo, ni es el único ni siquiera el más grave que asola a un país, Sudán, que se desangró en veinte años de guerra civil y hambruna ante la apatía del mundo.
Al contemplar las imágenes de millares de personas acinadas en un inmenso campamento de refugiados resulta muy difícil relegar el factor de sufrimiento humano para adentrarse en las razones políticas. Sin embargo, si ese sentimiento velara la capacidad de analizar las causas de las crisis nos encontraríamos en la imposibilidad real de entender buena parte de los conflictos que atraviesan este mundo.
Prácticamente no existe conflicto armado que no genere refugiados ni guerra que no provoque desplazados internos. De acuerdo a las estadísticas del Alto Comisionado de las Unidas para los Refugiados (ACNUR) en el mundo hay actualmente 23.000 millones de refugiados mientras que 19.000.000 de personas viven desplazadas de sus lugares de origen en razón de conflictos de diferente signo. La Cumbre Mundial de 2005, patrocinada por Naciones Unidas, concluyó en un compromiso de proteger a estas poblaciones y propiciar su regreso en condiciones de seguridad.
En concreto, los estados del mundo aceptaron la responsabilidad de «proteger a las poblaciones del genocidio, los crímenes de guerra, la limpieza étnica y los crímenes contra la humanidad». Sin embargo no cabe olvidar que el objetivo fundacional de la ONU es promover la paz en el mundo y que, en pleno siglo XXI, los conflictos violentos siguen siendo el elemento que caracteriza las relaciones internacionales. Aunque bien es cierto que, de manera paralela a los viejos y nuevos escenarios de crisis bélica aparece otro fenómeno al que Noam Chomsky bautiza con acierto como el «humanismo armado».
La crisis de Sudán -sería más correcto hablar de la última de ellas- ha focalizado finalmente la atención de la comunidad internacional. ¿Porqué ahora?
Lo primero que hay que remarcar es que los distintos conflictos que han atravesado de norte a sur al gigante africano y las penurias causadas por las sequías y las hambrunas que han castigado de forma cíclica a sus habitantes no han llevado a movilizaciones similares a la planteada para Darfur. El conflicto en el este sudanés se desató en 2003 y tuvo un origen que puede puede parecer menor: un enfrentamiento por el uso de pastos entre tribus arabizadas y habitantes autóctonos, africanos, de Darfur. Sin embargo, el control de los recursos de la región no es ni con mucho una cuestión menor, aunque la gran riqueza de Darfur se sitúe no ya en la superficie sino más bien en un subsuelo al que miran con avaricia desde el Gobierno central del país hasta las principales petroleras del planeta. Quién explota y quién percibe los beneficios del petróleo, ésa es la cuestión central de un enfrentamiento que en su última etapa ha provocado el desplazamiento de dos millones de personas y unas 350.000 muertes, ligadas al hambre y a la enfermedad, sin obviar la violencia extrema ejercida contra los habitantes de Darfur por milicias como los janjaweed.
El acuerdo de paz de 2004, que permitió sellar la paz tras veinte años de guerra entre el norte y sur de Sudán, despertó un anhelo latente en Darfur en el sentido de ver reconocidos sus derechos sobre un territorio rico pero cuya población tiene un sentimiento histórico de abandono. En ese contexto de pacificación del país se relanza la lucha que protagonizan diversos grupos guerrilleros en Darfur, algunos con apoyo de países vecinos y de EEUU. Pero a ese marco político en que se ubica la crisis hay que añadir el ya citado componente económico.
Una potencia petrolera que marca sus propias normas. Esa es la aspiración no oculta del Gobierno de Jartum. Una aspiración que hoy es posible por la diversificación de las inversiones en el país -y en particular por la incursión de China- que ha permitido a su gobierno determinar los contratos de explotación de los recursos energéticos en función de sus intereses, lo que no es visto con agrado por las petroleras de EEUU y Gran Bretaña.
No deja de resultar significativo que fuera Collin Powell, el general estadounidense que guió la «Operación Tormenta del Desierto» contra Irak quien hablara por primera vez del «genocidio» de Darfur. Desde su propio país, el director del Programa de Investigación de Ciencias Sociales y miembro de Global Equity Initiative de Harvard, Alex de Waal, apunta que esa definición no se ajustaría a los términos de la Convención Internacional contra los Genocidios (1948). No obstante, este profesor que ha publicado dos trabajos ampliamente documentados sobre Darfur, remarca que «si se acepta que lo ocurrido en Darfur ha sido un genocidio, hay que hablar de genocidio en Congo, Burundi, IUgandia, Nigeria». A la luz de los conflictos violentos en otros estados africanos como Somalia, Chad o la República Centroafricana el recurso al término de «genocido« podría convertirse en recurrente.
Sin embargo, EEUU aplica el término sólo a Sudán, país que se quedó sólo en el repaldo a Sadam Husein ante la agresión internacional, lo que llevó a George Bush a firmar la Sudan Peace Act, en 2002. Ese documento contemplaba sanciones contra Jartum y dotaba de medios financieros al Departamento de Estado para emprender «intervenciones humanitarias» en el estado africano. Por lo tanto, y sin olvidar que la Administración Clinton ya bombardeo una fábrica de productos farmacéuticos en Sudán dentro de su «guerra contra el terrorismo», está claro que los planes del «humanismo armado» preceden a una crisis que el subsecretario general de la ONU para Asuntos Humanitarios, Jan Egeland, calificó en el informe «La situación de los refugiados en el mundo 2006» como «la peor catástrofe humanitaria».
En ese mismo informe se puede leer que las instituciones encargadas de aportar lo más básico a las poblaciones desplazadas por el conflicto en Darfur han cometido importantes errores sobre el terreno. También se puede leer que, pese a los fallos de descoordinación y a la falta de seguridad en los campos de refugiados, y tras la autorización por Jartun de la entrada de más personal humanitario (hay más de 10.000 cooperantes en la zona) «a finales de 2004 se superó la hambruna».
Diálogo interno y presiones internacionales. La mejora de la situación humanitaria no implica que en Darfur no siga existiendo una crisis de enorme proporciones que exige un arreglo en clave política. Del mismo modo que esa resolución política es imperativa en otras regiones del planeta con conflictos de tanta o mayor duración que el que padece Sudán. Cabría recordar que Colombia encabeza el ránking de Naciones Unidas con 2.000.000 de desplazados internos. En la misma lista figuran otros estados como Uganda (1,4 millones); Congo (1,5 millones) o Azerbaiyán (578.000).
Es constatable que la diligencia de la comunidad internacional no es similar en todos los casos y que el grado de proximi- dad con la Administración de EEUU es, sino el único, sí un poderoso factor para zafarse del intervencionismo humanitario.
De hecho, y pese a mediar resoluciones de la ONU, estados aliados de EEUU como Turquía o Israel han venido obstaculizando la presencia de personalde las Naciones Unidas para asistir a la población kurda desplazada durante las operaciones militares de Ankara contra el PKK o a los refugiados palestinos, sin que ello haya llevado a imponerles sanciones.
La última resolución de la ONU sobre Sudán está llamada a solventar una querella diplomática entre Jartum y la ONU. Quizás es demasiado esperar que tras ella se vaya a aliviar de forma suficiente el sufrimiento de los habitantes de Darfur. La ONU ha decidido, con el acuerdo del Gobierno sudanés, enviar una «fuerza híbrida» de 26.000 soldados (de ellos, 7.000 de la Unión Africana ya están en la zona) que se desplegaría a lo largo de 2008. Cinco años después de que se produjera la explosión de violencia en Darfur.
Es posible que, de seguir adelante el diálogo abierto entre las autoridades de Jartum y las distintas organizaciones rebeldes de Darfur, para cuando se produja ese despliegue se haya consolidado el incipiente clima de paz. El acuerdo, todavía parcial, tiene como punto de partida un reparto más justo de los recursos petroleros, de forma que la población de Darfur puede salir del subdesarrollo.
El Gobierno sudanés ha hablitado partidas económicas para que los refugiados puedan regresar y reconstrir las vivienda y pueblos arrasados en 2003, aunque ese retorno es hoy por hoy limitado ya que no se han restablecido las condiciones de seguridad que permitan un regreso generalizado de esos dos millones de desplazados.
Apoyar un acuerdo interno que devuelva la paz a Darfur debería ser la prioridad de una comunidad internacional que ha actuado tarde ante una grave crisis humanitaria que, por terrible que parezca, puede repetirse en otro momento y en otro lugar. Sudán es una pieza clave, pero no es la única en la partida de ajedrez que disputan las potencias mundiales para hacerse con el petróleo africano.