70 años del pacto de santoña
EL acuerdo que marcó el rumbo de la guerra
El 24 de agosto de 1937, en la localidad cántabra de Guriezo, dos capitanes de Euzko Gudarostea y varios mandos italianos y españoles de los Flechas Negras suscriben el único documento firmado que se conserva del controvertido Pacto de Santoña, que supuso, en la práctica, el final de la resistencia republicana en el Frente del Norte ante los fascistas.
Mikel JAUREGI
De la misma forma que llaman la atención sobre el hecho de que no se suscribió en Santoña, sino en la cercana Guriezo, varias voces defienden que tampoco fue un pacto, sino un acto de «traición» del Partido Nacionalista Vasco a la II República. 70 años se cumplen de aquel episodio de la Guerra del 36, que finalmente no resultó tal como habían previsto los burukides jeltzales: ni llegaron los barcos necesarios para la evacuación a Lapurdi de la población civil y militar vasca exiliada en Cantabria, ni los italianos cumplieron con su parte porque Francisco Franco lo impidió.
La génesis del llamado Pacto de Santoña se remonta a la primavera de 1937, poco menos de un año después del alzamiento y con Nafarroa, Araba y Gipuzkoa en manos ya de los fascistas. Para entonces, los 28 batallones de Euzko Gudarostea combatían por la legalidad republicana. Lo hacían desde principios de octubre, cuando ya se hubo constituido el primer Gobierno Vasco, con José Antonio Agirre como lehendakari, y después de la aprobación por parte del Parlamento español del Estatuto de Autonomía Vasco.
Una vez caída Gipuzkoa (en Nafarroa y Araba el golpe de estado triunfó entre aquellos 18 y 19 de julio del 36), la batalla se libraba en Bizkaia. Tras el bombardeo de Gernika por parte de la Legión Cóndor, el 26 de abril, se intensifican las iniciativas de los franquistas -personificadas en el general Emilio Mola- para intentar llegar a un acuerdo con los nacionalistas vascos para lograr su rendición y concluir así rápidamente la guerra en el Norte. Esas propuestas reciben la callada por respuesta por boca del PNV y del Gobierno de Agirre, que, por su parte, insisten en reclamar al Gabinete republicano de Largo Caballero el envío de aviones para poder hacer frente a la ofensiva aérea fascista. Esas aeronaves, al menos en el número que consideraban necesario, nunca llegarían.
La destrucción de la villa foral, con su consiguiente golpe moral, provoca la entrada en escena de Italia y el Vaticano, este último en un papel de intermediario importante dado el carácter católico y conservador del PNV. Sólo cuatro días más tarde de que Mola y el propio Franco redactaran una oferta de rendición de ocho puntos que no llegó a su destinatario, el lehendakari -fue enviada desde Roma por el cardenal Pacelli, futuro papa Pío XII-, el 11 de mayo se da inicio a las negociaciones entre el Gobierno italiano y los jeltzales en Donibane Lohizune. En aquella primera reunión participan el cónsul italiano en Donostia, Francesco Cavalletti, y el sacerdote abertzale Alberto Onaindia, que actuó de mediador en todo el proceso.
Ajuriagerra toma el relevo a Agirre
Por aquellas fechas se produce otro significativo hecho. José Antonio Agirre, quien en sus manifestaciones daba la impresión de que no ser partidario de la rendición a los italianos, sino que apostaba por aprovechar esos contactos para trasladar por mar a los gudaris a Lapurdi con el objetivo de que llegasen hasta Catalunya cruzando la frontera y pudiesen seguir combatiendo hasta reconquistar los territorios vascos, es apartado de las conversaciones con los enviados de Benito Mussolini. Su lugar es ocupado por el presidente del Bizkai Buru Batzar, Juan Ajuriagerra, verdadero hombre fuerte del partido pese a que la presidencia del EBB la ostenta el veterano Doroteo Ziaurriz.
El relevo se lleva a cabo en vísperas de la caída de Bilbo, escenario de la primera consecuencia de las conversaciones PNV-Italia. Tres días antes de la entrada de los «nacionales» en la capital vizcaina, con la imagen de Gernika y Durango destruidas aún en la retina de los vascos, Ajuriagerra remite, a través de Onaindia, un mensaje a los hombres del duce en el que les pide que sean salvaguarda de las vidas de la población civil y promete que «nosotros estaremos hasta el último momento para evitar desórdenes».
El 17 de junio, Agirre y su Gobierno abandonan la ciudad ya cercada, al igual que gran parte de la población civil. La Junta de Defensa, siguiendo el sentido del mensaje enviado a los italianos, se encarga de liberar a los presos derechistas -con el argumento de evitar que sean objeto de linchamiento y muerte a causa del malestar generado por los bombardeos indiscriminados- y de proteger infraestructuras y fábricas de voladuras y destrucciones por parte de los batallones de izquierdas y anarquistas. De ese modo, el PNV y el Gobierno Vasco desobedecen la orden directa del ministro de Defensa, el socialista bilbaino Indalecio Prieto.
Los franquistas entran en la ciudad el día 19, después de superar sin apenas problemas el «Cinturón de Hierro» construido por el Ejecutivo de Agirre. Y lo hacen sin disparar, tras negociar la rendición de los batallones de Euzko Gudarostea que custodian la capital: entre ellos, Itxasalde, Otxandiano, Kirikiño, Malato...
Perdido Bilbo y prácticamente todo el territorio vasco -sólo resiste una pequeña zona de la Bizkaia occidental-, el desánimo cunde en el PNV, hasta el punto de considerar que la guerra está acabada para ellos. Ese sentimiento, que queda reflejado en el famoso manifiesto que Agirre redacta en Turtzioz y en el que promete «volver», sumado a la sensación de abandono que crece en los jelkides como consecuencia de la falta de armamento, precipita los acontecimientos.
Con miles y miles de civiles vascos y lo que queda de Euzko Gudarostea camino de Santander (provincia a la que en aquellas fechas arriban cerca de 200.000 refugiados, de los que el 85% eran vascos. ¿Consecuencias? Hambre, falta de techo y episodios de «caza al vasco» por parte de sectores republicanos que consideraban que los gudaris se la jugaron y les traicionaron en Gipuzkoa y Bizkaia), se lleva a cabo el primer encuentro cara a cara, sin intermediarios, entre Ajuriagerra y una delegación de militares italianos encabezada por el coronel De Carlo.
De forma simulada
Es 25 de junio y el lugar de la cita, la residencia de un rico empresario socialista en el Puerto Viejo de Algorta. La reunión, que se prolonga por varias horas, concluye con un acuerdo: el PNV se compromete a que los gudaris abandonarán la lucha sin obstaculizar el paso a las tropas italianas, mientras que los enviados de Mussolini garantizan que las vidas de la población civil, de los componentes de Euzko Gudarostea y de los dirigentes políticos vascos no peligrarán.
Pero, además, el líder jeltzale plantea una condición: la rendición debía hacerse de forma simulada, de manera que pasara por una victoria en el campo de batalla. Para ello, propone que los sublevados ataquen por Reinosa y El Escudo, de manera que el ejército vasco quedara rodeado.
Las negociaciones sufren un nuevo empujón a primeros del mes de julio. Alberto Onaindia viaja a Roma por encargo del PNV, con claras instrucciones: explicar al Gobierno italiano qué es Euskal Herria y trasladarle que los vascos no son españoles. Le recibe el conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores y yerno de Mussolini, de quien logra que el duce remita un telegrama a Franco. En él le informa del acuerdo y le expone las condiciones. El general español le responde aceptando los términos de la rendición, aunque no esconde su escepticismo ante la promesa de los jeltzales.
El pacto está encaminado, pero el día 17 de ese mes José Antonio Agirre viaja a Valencia para presentar a los mandatarios de la República su plan de reconquista de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa. Se entrevista con el presidente, Manuel Azaña, el líder del Gobierno, Juan Negrín, y varios ministros, entre ellos Indalecio Prieto. La respuesta que oye es negativa, como la que recibió desde la dirección de su propio partido con anterioridad. La «solución italiana», sobre la que nada sospechan los dirigentes de la II República, es la única que queda sobre la mesa.
Un mes más tarde, el 17 de agosto, justo tres días después de que los sublevados iniciaran la ofensiva sobre la provincia de Santander, en Biarritz y de nuevo con la mediación de Onaindia, se ultima el pacto. Están presentes Ajuriagerra y altos mandos italianos, entre ellos el coronel De Carlo y el general Mario Roatta, jefe del Ejército italiano en el Norte. La delegación de Mussolini garantiza que los miles de vascos refugiados en Santander y Asturias, dirigentes políticos y militares inclusive, podrán huir en barco hacia Lapurdi desde el puerto de Santoña entre la medianoche del 21 al 22 y la misma hora del 24 al 25. Aquellos gudaris rendidos que quedaran en tierra serían considerados prisioneros italianos y no serían entregados a las fuerzas que dirigía Franco.
Los batallones vascos, ante la ofensiva fascista, comienzan a replegarse según el plan previsto por los dirigentes del PNV. Una vez reagrupadas todas las tropas en la zona de Laredo (donde ubica su cuartel general el EBB) y Santoña, se hace público y notorio el abandono de Euzko Gudarostea del bando republicano. Es la madrugada del 23 de agosto, y los gudaris se hacen con el poder en aquel pequeño territorio: reducen, sin que medie problema e incidente alguno, a las tropas republicanas de la Academia Militar y los cuarteles de Santoña, y arrían la ikurriña en los ayuntamientos. Los batallones son distribuidos para garantizar el orden público y, a su vez, se conforma un gobierno o junta de defensa en aquella peculiar «república vasca» en el exilio. Lo que se había pactado con los italianos ya está en marcha.
Al día siguiente, jornada en la que Ajuriagerra vuela desde Biarritz a Santoña porque «mi sitio está aquí» y Agirre realiza el viaje a la inversa desde Santander (donde se encontraba desde primeros de mes) a Lapurdi, se suscribe en Guriezo el único documento que se conserva del Pacto. El escrito de siete puntos, que lleva la firma, entre otros, de los capitanes de Euzko Gudarostea Sabin Egileor y Raimundo Pujana y de los altos mandos de los Flechas Negras Amilcare Farina, Federico Punzo, Bartolomé Barba, Giuseppe Bertelli e Ildefonso Blanco y que garantiza la rendición de los gudaris con la entrega de sus armas al día siguiente en el puente de Guriezo, supone una variación sustancial respecto al acuerdo adoptado en Biarritz.
Capitulación «sin condiciones»
El último punto dice textualmente lo siguiente: «Se entiende que la rendición es sin condiciones, con arreglo a las disposiciones dictadas por S.E. el Generalísimo [en referencia a Franco], respetándose la vida de todos, excepto la de aquellos que hayan cometido crímenes». Más de tres meses negocian- do a escondidas con los italianos para no tener que rendirse a los golpistas españoles y al final se suscribe una capitulación «sin condiciones» ante Franco.
A las frustración creada por la modificación del acuerdo hay que sumarle el nerviosismo de toda aquella población vasca que llena las calles y el puerto de Santoña por el hecho de que los barcos que deben sacarles de allí no aparecen. De hecho, Ajuriagerra se ve obligado a solicitar una prórroga de 48 horas para llevar a cabo la evacuación.
El día 25, jornada acordada para la entrega de las armas, los integrantes de Euzko Gudarostea no aparecen a la cita del puente de Guriezo. Los Flechas Negras lo cruzan y entran en Laredo sin encontrar resistencia. La imagen se repite al día siguiente en Santoña. Ese 26 de agosto también cae Santander.
Es un día más tarde, a primera hora, cuando arriban en el puerto dos de las embarcaciones que deben encargarse de llevar a los vascos a Lapurdi: son el Bovie y el Seven Seas Spray. Pero no son suficientes. Ajuriagerra mueve hilos, habla con sus interlocutores italianos y les dice que si no llega el resto «nos cogen como a las ratas».
Al anochecer, cuando a los dos barcos atracados ya han accedido miles de personas, las tropas de Franco entran en Santoña y desalojan las naves, imponiéndose a los militares italianos que organizan la operación. El futuro dictador, molesto por lo que considera una intromisión en «asuntos españoles», no está dispuesto a consentir la huida ni a aceptar el resto de términos del acuerdo. El Pacto de Santoña no es ya más que papel mojado.
Como el mando de la zona está en manos de los Flechas Negras, éstos acuerdan con los vascos, convenciéndoles de que el desembarco es provisional, mantenerlos agrupados en un lugar. El sitio elegido para resguardar a aquellos miles de vascos, por sus dimensiones, es la cárcel de El Dueso, que los propios gudaris vaciaron horas antes de presos derechistas.
Presos, juzgados y fusilados
Pero todas las ilusiones se van al traste el 4 de setiembre, cuando los franquistas se hacen cargo de toda la zona y también del penal, relegando a los hombres del duce. Todos los que se encuentran en El Dueso se convierten así en presos y comienzan a ser juzgados y sentenciados. El 15 de octubre se producen los primeros fusilamientos: 14 personas mueren bajo las balas franquistas. Son representantes del Gobierno Vasco, PNV, ANV, ELA, PSOE, PCE, CNT e Izquierda Republicana. Hasta el propio Ajuriagerra, que también está prisionero e inicia una huelga de hambre como muestra de su negativa a colaborar con los golpistas, es condenado a muerte, pero su pena es conmutada por presiones del Gobierno italiano, concretamente del conde Ciano, a Franco.
El Pacto de Santoña provoca el desmoronamiento casi completo de la resistencia republicana en el Norte. A Asturias sólo llegan tres batallones del ejército vasco, dirigidos por el comandante Ibarrola, a los que hay que sumar soldados dispersos que han visto desaparecer sus unidades. Allí luchan hasta que los hombres del general de El Ferrol consiguen que desaparezca la bandera tricolor de los pueblos del Cantábrico, una vez conquistado Gijón el 21 de octubre. El propio Franco reconocería después que la victoria en la zona norte supuso la práctica sentencia de la guerra.
El sacerdote abertzale Alberto Onaindia fue una figura clave en todo el proceso negociador. Precisamente, su libro «El `Pacto' de Santoña», publicado en 1983 y que incluye gran parte de las actas de las conversaciones, constituye uno de los escasos documentos existentes sobre este acuerdo y al que se han dirigido después otros autores para referirse a él. Es el caso del periodista asturiano Xuan Cándano, quien el pasado año publicó «El Pacto de Santoña (1937). La rendición del nacionalismo vasco al fascismo».
Hoy es casi imposible conseguir un ejemplar de la obra de Onaindia; el PNV adquirió casi toda la edición.
La época en la que se fraguó el Pacto de Santoña estuvo plagada de episodios de traición en el bando republicano y entre nacionalistas vascos. Uno de los más conocidos lo protagonizó el comandante Alejandro Goikoetxea, uno de los oficiales que estuvo al frente de la construcción del Cinturón Defensivo de Bilbao. Los trabajos se iniciaron el 5 de octubre de 1936 y tanto el Gobierno Vasco como el PNV se aferraban a la «fortaleza» de aquella obra que era conocida como el «Cinturón de Hierro» para poner freno al avance de los golpistas hacia la capital vizcaina. Nada más lejos de la realidad. Apenas resistió al asedio; aquella barrera de protección resultó desbordada por la parte de Larrabetzu entre el 11 y 12 de junio de 1937. Para el día 19, Bilbo ya había caído.
¿Las razones de la debilidad del Cinturón? Goikoetxea era un infiltrado que evitó que se construyera como en un principio se había previsto, y que en marzo huyó y se pasó al bando contrario con todos los planos. Los franquistas lo tuvieron fácil.