Josu Iraeta Ex diputado de Herri Batasuna
Los tabúes son para romperlos
La razón última que se esgrime en todas las fases negociadoras que han tenido como objetivo resolver el «problema vasco», es decir, la inconclusa democratización del Estado español, se basa en la defensa a ultranza de un equívoco carácter intocable de La Constitución española
El eco de la violencia continúa. Una vez más se evidencia que son necesarias las víctimas para que «todos» recuperen la línea oficial y retórica de su único y permanente discurso.
El debate hoy -si es que hay alguno- sobre lo que es necesario para superar la crisis que el fin de la tregua de ETA supone, sitúa tanto a la sociedad como a la clase política ante una conocida realidad y en sus justos términos: como hace una, dos o tres décadas, pero con una variante, que está trufado de omisiones selectivas. Peor, se está hablando de otra cosa, quieren centrar el debate sobre la esperada inestabilidad institucional. Quieren así activar el cambalache que supone la adopción de resoluciones judiciales en función de motivos de conveniencia política. Y es que la memoria elige lo que olvida, tal y como la portavoz del gobierno español exhibe con frecuencia.
Cuando dos comunidades diferenciadas y antagónicas reivindican legítimamente sus derechos políticos, el conflicto se resuelve -con frecuencia- por medio de la partición. Los ejemplos de Chipre, la antigua Yugoslavia o la ex Unión Soviética, recuerdan que ésa es la tendencia natural.
Enfrentarse valerosamente con la dificultad puede ser una aventura apasionante, que tenga como objetivo construir un nuevo espacio en el que las comunidades antagónicas puedan planificar y desarrollar su futuro en una lógica vecindad territorial y política. El precio -siempre hay uno- que hay que pagar es la renuncia a la inviolabilidad constitucional. Presentar propuestas de reforma de la Constitución, porque de otra manera cualquier solución que se presente como victoria de una de las partes sobre la otra estará condenada al fracaso. La historia nos dice que la razón última que se esgrime en todas las fases negociadoras que han tenido como objetivo resolver el «problema vasco», es decir, la inconclusa democratización del Estado español, se basa en la defensa a ultranza de un equívoco carácter intocable de La Constitución española.
Esto que para unos es lógico no lo es para todos, como tampoco lo es para el prestigioso jurista italiano M. Fioravanti, autor de trabajos tan importantes como «Constitución. De la antigüedad a nuestros días» y «Apuntes de historia de las constituciones, los derechos fundamentales», cuando afirma: «una comunidad política tiene una forma ordenada y duradera, en concreto una constitución, si no está dominada unilateralmente por un principio político absolutamente preferente. Si las partes que la componen tienen capacidad de disciplinarse. Si en definitiva, su vida concreta no es mero desarrollo de las aspiraciones de los vencedores».
No puede cimentarse en tabúes irresponsables el futuro de una comunidad política. Si los recientes y futuros acontecimientos fueran únicamente el resultado de la voluntad política de unos cuantos responsables, serían frágiles. De nada sirve la voluntad política si no se asienta sobre evoluciones más profundas y duraderas. Entre ellas, la evolución de las mentalidades y el reconocimiento respetuoso de los derechos.
He leído y escuchado muchas veces a dirigentes de organizaciones políticas nacionalistas de varias generaciones que su objetivo es la libertad de Euskal Herria. Sin pretender poner en duda ese objetivo que comparto, sí debo reconocer mi desconocimiento respecto a cómo compatibilizar ese objetivo cimentando un futuro de transversalidad funcional con las fuerzas políticas españolas. Es evidente que no todos los nacionalistas vascos compartimos la misma definición de lo que significa ser libre.
Para quienes pretendemos una Euskal Herria libre la libertad no tiene más que una definición. No quiere decir libertad limitada, condicionada a los intereses de otra nación, sino libertad absoluta, control soberano de nuestro propio destino. Tampoco quiere decir libertad de una clase, sino libertad de un pueblo.
La historia nos demuestra que para lo que decimos pretender no hemos elegido el camino correcto. Nuestra sociedad está siendo «adiestrada» de forma que sus convicciones teóricas se enfrentan con la realidad de sus intereses. En vez de sacrificio y generosidad, de ofrecer y dar, nos enseñan a ganarlo todo. Este adiestramiento equívoco hace que nuestros gobernantes miren a Madrid, educándonos en depender de las Cortes Españolas.
Sin duda, de todo esto también hemos obtenido enseñanzas positivas. Hoy podemos denunciar el fraude de quienes conciben la nacionalidad como algo que se puede negociar, como una renta contributiva. Pero el ser abertzale, el nacionalismo, no es «eso». Eso que se define en un estatuto y garantiza los intereses mutuos de los concordantes. El nacionalismo es otra cosa.
Soy consciente de que el contenido de estas reflexiones, puede parecer arcaico, pero cuanto más nos alejemos de estos principios más difícil será aproximarnos a lo que queremos.
Situados en esta encrucijada que se repite desde décadas, no producto y consecuencia del cinismo y la indecencia política, no me produce la ceguera suficiente como para poner en duda que si una nación puede conseguir su libertad sin derramar una gota de sangre, es así como debería hacerlo. Pero utilizar medios pacíficos, fuerza moral, derechos reconocidos internacionalmente, unido todo ello a la inequívoca voluntad de la mayoría de la sociedad vasca ¿es suficiente?
¿La inexperta democracia española tiene la solidez mostrada por los gobiernos británicos para afrontar la necesaria «nueva transición»?
Muchas incógnitas, muchos intereses y mucho sufrimiento. Y es que en la política, como en el amor y en el toreo, la verdad está siempre en la corta distancia. El resto es decoración, son «adornos».