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Pablo Antoñana Escritor

Utopía

Cuanto sigue es digresión fría, devaneo, pero quizá no un sinsentido. Entré en contacto con la utopía en mis tiempos mozos en que se me dijo que la sociedad caminaba inexorablemente a la formulación del ocho: ocho horas para trabajar, ocho para dormir, ocho para dedicarlos al ocio creador. Y nos lo creímos. También oímos que el trabajo iba a ser redimido por la máquina, y el hombre un simple vigilante de los manómetros que movían las tripas de esos monstruos redentores, pero no fue eso lo que ocurrió pues el dueño de la máquina hizo del trabajo lo que siempre fue y Marx denunció: mercancía. La máquina se hizo herramienta de sometimiento servil. La gran producción en serie abarataría los costos y por tanto el producto estaría a cualquier alcance, y no ha sido así, la máquina, y su auxiliar la técnica, no se convirtió en aliado, sino en enemigo. El hambre, la sed, la guerra y la explotación recorren en galope apocalíptico la faz de la tierra.

La utopía sigue flotando entre veladuras, a la espera de su resurrección, después de que los políticos la borraron del horizonte, y ya no figura en sus lenguajes que, al parecer, han sido creados para hacer oscuro lo nítido, y nada comprensible. Ciertamente que su uso y el significado torcido que a la palabra se le da para su descrédito es el de algo inalcanzable, sueño de gente que no está bien de cabeza, soñadores sin remedio. Algo de esto debió de suceder cuando acabada la segunda Guerra Mundial se nos dijo que ya no habría guerras, se alzó en el solar de una de las fábricas de Rockefeller, el edificio de la ONU que, como boceto del estado universal, nos iba a librar de los «salvadores de la patria». Ese país imaginado por Tomás Moro en su libro «Utopía», 1512, «un lugar nuevo y puro donde existiera una sociedad perfecta», o el pensado por el dominico Campanillea, en «La ciudad del sol», de corte comunista y teocrático. Un imposible, antorcha viva, que iluminó el alma de soñadores, gente inquieta, que, desde que el hombre tuvo conciencia de sí mismo, se dejó arrastrar por su poderoso imán. El siglo XIX, y la mitad del XX, convulso, salpicado de guerras, sería el siglo de los utopistas, del nihilismo ruso con Iban Turgeniev, («Padres e hijos»), de Prudhom y Kropotkin. Dejo a salvo la utopía de Julio Verne, que anticipó muchos de los inventos y artilugios que, como juguetes diabólicos, han sido inventados para someter a los hombres a docilidad.

La segunda Guerra acabó con la utopía que, como fogonazo de relámpago, deslumbró en el Nantes del 68 y acabó como acaban todas las revoluciones: en rastros de humo y cenizas, y sus protagonistas pasándose con armas y bagajes al enemigo. Aunque el 68 dejó huella con la provocación de los grafittis, «pidamos lo imposible» o «que se pare el mundo, que yo me bajo» (genial). El Che Guevara, otro utopista de nuestro tiempo, sueño roto. Luego ya el silencio.

Ya antes se dieron definiciones para la utopía: «es una verdad prematura» (Alfonse Lamartine), y como copiada por Alfonso Guerra, hoy callado: «un anticipo de lo que puede suceder y sucede». La acracia también es utópica, y en su banderín de enganche figura el ensueño de la libertad, igualdad y fraternidad, principios consagrados por la Revolución francesa y por la Declaración de los Derechos humanos de la Organización de Naciones Unidas que, ya comprobado, es papel mojado, y basta abrir los periódicos, radio y televisión para verificarlo. Sin embargo, por no caer en las sombras del desánimo, tengamos fe en que «detrás de una utopía siempre hay, a la espera, otra utopía». El hombre no deja de soñar, y si deja es que está muerto. Si no se hubiese soñado con empeño no habríamos llegado, y mucho costó, a la jornada de ocho horas, a la asistencia de la seguridad social, a las vacaciones pagadas, al trabajo infantil prohibido, al voto de la mujer. Aunque estremece comprobar cómo el poder, vigilante y atento a sus intereses económicos, que ha convertido al hombre en número de cajetín de estadística, recorta o corta el cumplimiento, y aparecen las horas extraordinarias, el trabajo precario, el cepo de la hipoteca bancaria para pagar el piso, la provocadora fascinación por crear necesidades superfluas, que piden más horas de trabajo, menos ocio y reposo, el estado del bienestar cuestionado, la privatización del espacio público, la educación pública intencionadamente descuidada, los sindicatos controlados, el recuerdo de Sacco y Vanzetti en el olvido. Un retroceso y con ello más sumisión, más mansedumbre. Parece un sordo regreso, salvando las distancias, a los tiempos en que Dickens o Zola escribían sobre la realidad que les ceñía como dolorosa acusación y sus libros veraces son antecedentes del reportaje denuncia de hoy. Vuelven a ser utopía las ocho horas, pues hay que hacer extras para pagar lo que sabiamente el capitalismo salvaje inventó para someter al hombre al trabajo y no con látigo, del tajo a casa, y ya justo reposado, de casa al tajo, otra esclavitud aceptada. Hay que pagar plazos.

Arrasado el socialismo real, desechada la cáscara del socialismo científico, y el advenimiento de la socialdemocracia, el neoliberalismo, la economía como religión más que ciencia. Ello repugnando la máxima ácrata de «la perfección del orden sobre la tierra», que coincide con los credos de las religiones positivas, que pretenden sacar del barro un hombre mejor, el mesías judaico, que no parece ser rey, jefe o caudillo, sino una concreción práctica como es la llegada de un mundo sin guerras, países sin fronteras, las gentes se llegarán a amar. A través del judaísmo esa idea llega también al cristianismo, otra utopía que, pasado por los filtros de herejías, concilios, teólogos teorizadores y otros iluminados, ha quedado en corteza .Cuentan de Rabindranat Tagore que hallándose con sus discípulos a la orilla de un río, uno de ellos le dijo: «maestro, explícanos qué es el cristianismo». Y el maestro le pidió que trajese un canto rodado de la orilla, «pártelo», y hecho, respondió: «el cristianismo es como ese canto, mojado por fuera y seco por dentro». Olvidó que era utopía cuando predica «amáos los unos a los otros», «no juzgues y no serás juzgado», «tenéis que elegir entre Dios y el dinero». Y así lo entendió el jefe de una patrulla anarquista en el asalto a una iglesia en los horrorosos días de agosto del 36, cuando vio a uno de los suyos arrastrar a un cristo crucificado. Le increpó diciendo: «a ése no, ése es uno de los nuestros».

Tengamos, pues, fe en la utopía, un día vendrá con el Mesías, y el mundo no tendrá países ni fronteras, los ejércitos desaparecidos, los hombres se querrán. Las guerras, un recuerdo.

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