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Antonio Alvarez-Solís

La democracia vive en la calle

La carta del Sr. Imaz en que anuncia su marcha de la política contiene implícita una verdad fundamental que él pregona, pero que no supo, creo, practicar en su verdadera dimensión: que la democracia ha de ser de nuevo un ejercicio de la calle y no de los partidos. Y asimismo esa carta explicita un error básico, que él asume con un errado futurismo, que no es otra cosa que resto de un colonialismo secular: el Sr. Imaz expresa que el nacionalismo, la soberanía o la independencia «adquieren hoy tintes necesariamente diferentes de lo que en el pasado representaban». Añade en este sentido: «Las fronteras se debilitan e incluso desaparecen en nuestro entorno». Error grave tal creencia. Las fronteras no se debilitan, se amplían bajo el inhumano impulso de un imperialismo fagocitario que trata de crear, precisamente, un estado-nación de inmenso volumen rodeado de provincias sin libertad, sin justicia, sin riqueza propia y sin capacidad democrática respecto a sí mismas.

Precisamente de lo que tratan con energía los multiplicados nacionalismos, entre ellos el vigoroso nacionalismo vasco, es de contribuir con su reclamada soberanía a la construcción de un mundo donde la vida constituya un acuerdo multiplicado entre poderes iguales. Economistas y sociólogos de última generación proclaman ya con toda claridad que la nación y el etnicismo recobran un valor radical para construir una vida realmente democrática y establecer una justicia real y no hecha de concesiones mentidas y transeúntes.

He vivido con reiteración la calle de Euskadi y aún no sé, por el contrario, dónde radican las sedes de sus partidos, excepto la del socialista, que está en la calle Ferraz de Madrid. Pues bien, de ese tentar a diario el alma de tantos vascos he llegado a la conclusión de que el soberanismo constituye una emoción que ocupa toda su visión de futuro. Un soberanismo para el entendimiento universal desde un pueblo vasco que funcione con su propia libertad y no con la libertad prestada por Madrid. No se trata, por tanto, de caer de bruces en ese «amor a lo propio que nos lleve a construir un futuro contra nadie», tal como subraya preocupadamente el Sr. Imaz en su carta. La soberanía no implica una aversión a lo extranjero, a lo totalmente otro. Por el contrario, la realidad presente es que el nacionalismo español está actuando bélicamente contra la nación vasca. Son los españoles los que maniatan a los vascos. Cuando se habla de un acuerdo en que quepan todas las sensibilidades, como ahora hacen tantas veces los que pretenden impedir la consulta aprobada ya por el Parlamento de Euskadi, de lo que tratan es de desvirtuar lo vasco banalizándolo en una mezcolanza cuya sal sea española.

Resumamos el asunto con una lógica elemental: todo el que pretenda vivir en la nación vasca tendrá las ideas que quiera, pero dentro de la nación vasca. Será socialista vasco, comunista vasco o derechista vasco. Esa es la cuestión. Un socialista vasco no puede negar la independencia de Euskadi sin convertirse en miembro de un partido con otra procedencia y con obediencias ajenas. No es de recibo, por tanto, que cuando se habla de autodeterminación se maneje como conditio sine qua non un acuerdo previo con el Estado español. Un acuerdo de ese carácter viciaría de origen la consulta referendual, que es asunto interno. Si Madrid pretende que lo que aprueben los vascos sea lo que quiere Madrid, tal violencia provocará siempre la tentación de idéntica respuesta. El referéndum ha de ser sobre materia absoluta -la libertad de Euskadi-, en tiempo concreto y seguirse con un respeto terminante en las instituciones.

Yo he palpado todo eso en la calle vasca. Por eso no me ha sorprendido nada el final del Sr. Imaz. Defendía lo que ha fracasado en Catalunya. Galeusca puede ser simplemente la marca de un jabón relajante.

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