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Creímos que el hombre vestido de marinero era inmortal

Carlos GIL Crítico de teatro

La penúltima vez que presencié un espectáculo de Marcel Marceau fue en doble sesión. Por la noche le vi actuando en el Teatro Calderón de Valladolid, mostró sus clásicos números, los que le hicieron inmortal, los que nos llevaban al convencimiento de que el hombre que daba vida a ese ser con vestido de marinerito, ingenuo, con la cara blanca, que daba una flor a un ser inexistente pero que nosotros veíamos, el que chocaba con un cristal, el que se inventaba el ruido que provocaba el silencio arrastrado por sus gestos, no acumulaba años, sino experiencias, no sufría el paso del tiempo, sino que lo manipulaba para que siempre viésemos al mismo personaje, Bip, con su gorro como una expresión de la eternidad artística y como una forma de luchar contra la historia.

A la mañana siguiente asistí a una lección magistral, y fue ahí donde las sospechas se convirtieron en certidumbres. Vestido de calle, al mediodía, derrochaba lucidez, energía, fue capaz de mostrarnos movimientos y ejercicios sin apenas arrugar su chaqueta de cheviot y de mantener una sonrisa cautivadora que parecía el trampolín por el que saltaban hacia nosotros sus dos ojillos que se agigantaban por su capacidad para ver a través de nuestros cuerpos y de nuestros gestos. De esto hace apenas cuatro años, es decir cuando el gran maestro de la pantomima contemporánea era una enciclopedia viviente, una memoria eterna, una pasión, por eso lo sentíamos inmortal. ¿Quién ha dicho que ha muerto?

 
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