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VICENÇ FISAS director de la escuela de cultura de paz, UAB

¿No tenemos nada que aprender de Irlanda?

Es indiscutible que no hay ningún conflicto armado o con presencia de violencias que sea igual a otro, ya sea por la historia, los procedimientos, las metas, los puntos de partida, o todo lo que envuelve a un conflicto. Pero hay espejos subjetivos, es decir, puntos de referencia donde algunos actores del conflicto miran y encuentran ideas, da igual en qué cosas, pero que calan en sus elementos simbólicos, sea para continuar luchando con las armas o para inspirarse en avanzar en un proceso de paz. Sectores de Irlanda miraron a Sudáfrica, sectores del País Vasco han mirado a Irlanda, de la misma manera que sectores iraquíes han mirado la experiencia autonómica de España, y la lista de miradas y espejos es larga. En ningún caso se trata de copiar, sino de aprender, lo que siempre significa mirar, escuchar, adaptar, y preguntar.

El proceso irlandés sí que ha sido realmente «largo, duro y difícil», pero ha ido acompañado de cosas que en nuestro espacio conflictivo no existen o están en su fase más rudimentaria. En muchos espacios conflictivos han tomado nota de su metodología, como el «consentimiento paralelo» (hace falta una mayoría de las dos comunidades para llegar a acuerdos clave), el «consenso suficiente» (evitar que un partido pueda bloquear el proceso), y el «proceso triple» (mecanismo que permite abordar tres temas-clave en paralelo). No hay que olvidar tampoco el rol determinante que jugaron los presos de ambos lados, puestos en comunicación directa, para llevar a cabo propuestas de salida pacífica al conflicto, una experiencia que no tiene réplica en nuestro espacio, pero que debería hacer pensar en el papel que podrían jugar los presos de ETA reflexionando sobre su papel de cara a un futuro en paz. En Irlanda coexisten en estos momentos la memoria de las atrocidades de unos y otros, el intento de ampliar espacios de convivencia, que se reflejan de manera chocante en la simbología callejera de demarcación de comunidades, con los planes de inversiones públicas para crear zonas mixtas de interés mutuo y la multiplicación de iniciativas de convivencia pacífica, de superación de los traumas derivados de tantos años de conflicto y, y de creatividad artística donde el mensaje ya no es la apelación a la venganza intergeneracional, sino la escucha de las razones, temores e incluso la comprensión de la otra parte.

Contrariamente de lo que se dice muchas veces, de Irlanda hay que aprender muchas cosas, especialmente de las que no han salido bien y las que han retardado los caminos de acercamiento y encuentro de las comunidades divididas, y es que se aprende no sólo de lo bueno, sino también de lo malo. Los fracasos siempre son aleccionadores, y siempre hay que tomar nota de los motivos de crisis, por si acaso. Ello me induce a pensar que es una torpeza dificultar o impedir (política, mediática y judicialmente) la comunicación vasco-irlandesa, porque presiento que tienen mucho que explicarse, de lo bueno y de lo malo. Diría más: necesitamos un puente aéreo con aquellas tierras para que los actores políticos, armados, presos, sociedad civil, iglesia, gobiernos y todos los demás puedan comunicar su experiencia pasada, presente y su visión de futuro. A pesar de todos los pesares, Irlanda del Norte vive ahora un momento esperanzador que se refleja en las calles, a pesar de las banderas «demarcadoras de territorio», pero al menos sin «barreras físicas» separadoras. En el País Vasco no ha existido nunca un problema de clases sociales, ni de religión o de paro comunitario que ayude a explicar las razones del conflicto. En cierta medida, y aunque parezca extraño, se trata de un conflicto mucho más político que el irlandés, que ha encontrado una vía de salida mediante una arquitectura política bastante simple pero con mirada de futuro, que en su totalidad no tiene réplica en el País Vasco, al partir éste de un autogobierno que ya quisieran no sólo los irlandeses, sino la mayor parte de los actores en conflicto que por todo el planeta luchan por adquirir alguna forma de autonomía avanzada. Pero en los conflictos de este tipo no sólo son las arquitecturas finales lo que valen, sino los procedimientos, su historia, las actitudes, los símbolos, la capacidad de pensar en el mal provocado, en el reconocimiento de los errores, en la capacidad de innovar, en el coraje de pensar o intuir con el adversario los puntos comunes de avance para las comunidades que durante años y décadas se han odiado. En la ciudad norirlandesa de Derry hay un calle, Rossville Street, que rivaliza con la densidad simbólica de cualquier parte de Jerusalén. Los enormes murales recuerdan manifestaciones pacíficas que acabaron con demasiados muertos para digerir, la mayoría jóvenes adolescentes, pero en la lápida hay una frase que invita a pensar: «Hagamos que nuestra venganza se transforme en la sonrisa de nuestros hijos». Pocas calles más allá, sin embargo, puedes encontrarte con una inscripción en un monumento inscripción que dice: «en memoria de todos aquellos que han muerto con sistemas de armas producidas en esta ciudad o distrito». Me pregunto cuándo las instituciones, los sindicatos y las empresas armeras vascas van a pedir perdón por los muertos que sus armas, minas o municiones han provocado impunemente en tantos países y durante tantas décadas. El País Vasco tiene una industria armamentista en decadencia, pero que durante varias décadas ha alimentado conflictos y, en paralelo, algunos sectores de esta misma sociedad manifestaban su solidaridad, sin preguntarse (o ignorando infantilmente) dónde se habían fabricado las armas de los sitios donde mostraban su solidaridad. En Derry sólo hay un puente que nos pueda llevar al otro lado de la ciudad, un barrio protestante, e impresiona que sólo haya un sólo puente para trasladarse hacia allá. Pero lo interesante es que antes de cruzar el puente hay un monumento donde dos personas jóvenes, esculpidas en bronce, se miran y acercan sus manos, para saludarse seguramente por primera vez. Si conduces despacio puedes ver un pequeño letrero que dice algo tan maravilloso cómo difícil: «Haz algo». No es una consigna, sino un libro abierto para que cada persona, piense en lo que puede aportar en un escenario de décadas de odio. La escultura data de tiempos difíciles, 1992, y es una invitación a la reconciliación, fruto del trabajo de mujeres (los hombres tienen que preguntarse por qué en todo el mundo las mujeres llevan la mayor parte de las iniciativas de la reconciliación o de búsqueda de consensos, como Ahotsak en el País Vasco) que trabajan el la conciliación de los seres humanos que se han visto implicados de forma directa en la destrucción y el odio.

El conflicto del País Vasco, desde hace tiempo, y me lo recuerdan actores armados de varios continentes con los que tengo que tratar por el oficio, aparece cómo el más anacrónico e incomprensible del planeta y el último de la fila de Europa, pero no el sentido romántico o fascista de ser la «reserva de occidente», sino por la extrema ridiculez de observar el nerviosismo o el desconcierto de actores que no acaban de aprender su papel, casi diría de histórico, para hacer actos comprensibles para su propio público, la sociedad vasca, que exige a ETA autodisolverse con prontitud, mediante una decisión política en la que se reconozca que sólo el pueblo vasco, sin intermediarios, es quien determina la manera de hacer las cosas, aceptando el realismo del momento y el dolor cometido, y a Batasuna que abra un camino libre de muertes, amenazas y coacciones, para enfrentarse, quizás con aliados inesperados a partir de esa claridad, al inestable, imperfecto e inquietante mundo de lo que se llama democracia. No es la panacea, lo sabe todo el mundo, pero tiene la virtud de aceptar que se acumulen fuerzas y votos cuando una formación política es capaz de convencer, e incluso seducir, con sus propuestas, siempre que no intimiden y que la reflexión ciudadana se haga con absoluta libertad. Y a los grandes partidos, los que gobiernan y han gobernado, se les pide exactamente lo mismo, una mirada al futuro que pasa por tragar algunos sapos en el presente para tener la mente clara y el corazón suficientemente fortalecido para que, llegado el día, como en Irlanda, sean capaces de darse la mano bajo un suelo firme en el que brille una frase que, más o menos, diga que «aquí terminó un desencuentro histórico que ha producido víctimas inútiles, sufrimientos evitables y lágrimas que deberían resguardarse para los momentos de amor, y no de odio». Ese compromiso, acabar con el odio, es la piedra angular de un edificio que tendremos que construir entre todos, sin excepción, con cimientos grandes y extensos, y con raíces que puedan crecer en todo ese espacio geográfico transfronterizo y transautonómico que algunos llaman Euskal Herria, donde las personas que vivan en él puedan sentirse en comodidad y pluralidad con las raíces que quieran adoptar y sentir, pero sin que ninguna raíz mate el crecimiento de cualquier árbol contiguo; siguiendo, en suma, las normas de convivencia que marca la misma naturaleza y de la que los humanos no deberíamos distanciarnos para ser parte de ella y, así, pervivir durante siglos.

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