Jon Arriaga y darriko, testigos de los viejos y los nuevos tiempos de la cesta
De Bizkaia al mundo, la cesta traspasó fronteras y mantiene contra viento y marea una parte del terreno ganado en otros tiempos. El guipuzcoano Jon Arriaga, en activo, y el labortano Philippe Darriko, ya retirado, han jugado en los dos lados del Atlántico y nos dan su opinión.
Miren SÁENZ
Algunos deportistas estadounidenses, contados, últimamente recalan en Euskal Herria para jugar a baloncesto mientras los vascos emigraban por el mundo para vivir de la cesta punta. De Europa a América y Asia, decenas de frontones en lugares estratégicos han cerrado sus puertas. Sólo en Estados Unidos, entre Florida y Connecticut, se contabilizaban una quincena de instalaciones, muchas de las cuales han terminado siendo pasto de las operaciones inmobiliarias o compartiendo escenario con otras actividades dedicadas a las apuestas y funcionando a tiempo parcial entre las carreras de caballos o el propio baloncesto.
La cesta, vinculada tradicionalmente a Bizkaia, coronó a Goikoetxea y Enbil como pentacampeones del mundo el domingo en la Universidad de Markina, la zona más sensibilizada con el deporte del mimbre. Los dos son de Zumaia. Tampoco Jon Arriaga y Philippe Darriko, nuestros interlocutores en estas páginas, proceden de Bizkaia. El primero, guipuzcoano de Deba, y el segundo, labortano de Donibane Lohizune, tienen su experiencia con la cesta.
Jon Arriaga, zaguero desde hace 20 años, lleva 17 como profesional y con 34 mantiene la ilusión intacta para continuar hasta que el cuerpo aguante. Recientemente ha disputado las semifinales del último Mundial en donde cayó eliminado ante los campeones. Antes ya había conseguido encaramarse a lo más alto del podio de ese certamen, puesto que, acompañado del zumaiarra Luis Mari Alberdi, venció en la final de 2001.
Darriko, de 46 años, es padre de tres hijos y actualmente ejerce de director de Txalupa, una asociación para la inserción de discapacitados en el ámbito laboral. Jugó de delantero con distintas generaciones de puntistas en su época de profesional, desde Txikito Bolibar a Enbil, «aunque nunca llegué a las finales de los grandes torneos».
En una valoración rápida sobre la situación de la cesta reconoce que «con la huelga -con la que los pelotaris reivindicaban mejoras laborales, que se inició en 1988 y duró casi cuatro años- hemos conocido tiempos peores, ahora está un poco mejor pero tampoco en plena forma. Luego está la cuestión territorial de la pelota. Aparte de en Bizkaia, la cesta no tiene mucho seguimiento, pero también la mano se sigue bastante más en Nafarroa y en Gipuzkoa o la pala en Bilbo», concreta Darriko.
La modalidad de pelota más internacional no vive sus mejores años, pero tampoco los peores. Los profesionales confían en que la televisión les tenga en cuenta, imprescindible para atraer patrocinadores. «Si das un partido cada tres meses y encima te sale malo, la gente no se engancha. Si das más, algunos salen bien. Este año, ETB se está portando», considera Arriaga, que pertenece al cuadro de Jai Alive, una de las dos empresas existentes en el ámbito puntista. La otra es Eusko Basque. Entre ambas agrupan a gran parte de los mejores pelotaris.
Arriaga y Darriko jugaron a éste y al otro lado del Atlántico, aunque ninguno de los dos vivió la época dorada, que el labortano sitúa entre el 75 y el 81 con Txurruka y Ondarrés, mientras el guipuzcoano menciona a Egurbide y Tximela. Otros tiempos. El de Deba se cruzó con su destino en el 87, cuando su padre le inscribió en un cursillo impartido en el frontón Euskal Jolas por tres pelotaris de Mutriku. Fue la primera vez que metía la mano en una cesta, una herramienta que, como la mayoría, sólo conocía de ver colgada como adorno en la pared. Acababa de descubrir su futuro.
Testigo directo del auge y el hundimiento de un frontón como el de México, cruzó el charco y se encontró compartiendo habitación en un céntrico hotel con una decena de compañeros. Demasiada gente en el cuarto y en la calle, una ciudad cuya zona metropolitana alcanza los 20 millones de habitantes para alguien llegado de un pueblo de 4.500 personas. «El primer año lo pasé fatal, luego estaba encantadísimo», recuerda Jon.
Doce meses después de la reapertura del edificio, un 14 de diciembre de 1990 -la primera inauguración data de 1929-, fue elegido el mejor pelotari del 91 tanto en partidos como quinielero. La prensa de la época le apodaba «la derecha de oro», para regalarle joyas del estilo de «este jovencito jugador tiene una derecha que ya no pide mejores partidos sino que los exige».
Traje obligatorio
Arriaga recuerda un frontón espectacular, que apenas duró seis años, con las gradas abarrotadas -hasta el punto de que incluso había gente que se quedaba fuera por agotamiento de entradas- y la presencia de artistas, políticos y empresarios en los asientos. Existía además la obligación de ir de traje hasta el punto de que en las cercanías se alquilaba el vestuario que no siempre quedaba a medida, así que era habitual ver a una cuadrilla trajeada con pintas raras. «Eso era al principio, después te dejaban entrar hasta en tanga», ironiza.
El mexicano Miguel del Río pretendía sacar del frontón el mayor rendimiento económico en el menor plazo de tiempo posible. «No se hicieron las cosas bien, Del Río se hizo millonario en unos tiempos en los que se hablaba de que, por función, la gente se apostaba unos 30 millones de pesetas, una burrada. Poco a poco fue bajando, se acumulaban las deudas con los apostadores, incapaces de cobrar cheques sin fondos. Sin luz, iluminado por generadores, a los pelotaris se nos empezó a tratar como a niños a los que das un caramelo. 500 pesos si juegas este partido. Se cerró después de una huelga».
De México a Estados Unidos, primero Tanpa y después Dania, donde permaneció diez años trabajando seis días a la semana, con siete funciones en total, a sistema de quinielas. Allí, en un lugar en el que las máquinas tragaperras están en manos de los indios, los únicos exentos de pagar impuestos, se aseguró como otros puntistas parte de su jubilación «tras cotizar durante diez años un 29% del sueldo».
En un deporte que buscó su lugar en el mundo combinado con las apuestas, con el juego del dinero, la reacción del que gana o pierde suele ser esencial: «El público cubano en Miami se portaba muy mal, nos trataban como animales, insultándonos a gritos si no hacías el tanto. Y nosotros a hacer oídos sordos, porque si empiezas a pedirles que se vayan el frontón se vacía. Aquí la gente es mucho más respetuosa», admite tras su aventura americana, que dio por finalizada hace un año y de la que concluyó satisfecho.
Darriko, que jugó en Florida entre el 84 y el 87, pretendía conocer mundo y descubrir otras gentes, así que, con tal de moverse, se sentía encantado cada vez que le programaban en otros lugares. Él, a diferencia de otros, ya había superado la adolescencia cuando cruzó el charco. Tenía 24 años y ganas de disfrutar. «Vida fácil, jugábamos y nos íbamos de juerga o a la playa. Ahora los puntistas son más atletas, más serios. Nosotros éramos más pelotaris, poca musculación, poco footing pero mucha celebración», rememora el labortano.
Pese a ello, pretende desmitificar la imagen del lujo: «Esa idea de que los pelotaris iban allí y se forraban a ganar dinero es un poco virtual. Aparte de los cinco primeros del frontón, los demás no teniamos grandes contratos. Hay mucha fantasía y la realidad era la de cuatro pelotaris en un apartamento te daba para sacar algo de dinero. Luego me fui a vivir sólo y andaba justo», menciona Darriko, que mirando atrás ve «que se han cerrado muchos frontones. En un tiempo, al año había 800 pelotaris jugando en Estados Unidos, con frontones en los que había 50 pelotaris. Y eso ya no es así».
Jon Arriaga quiere ser optimista: «Se están haciendo las cosas mejor, se está metiendo el Jai Alai donde nunca se ha jugado como, por ejemplo, en Hondarribia y se están abriendo escuelas. Es lo que hace falta, porque estaba bajando», concluye.
«La cesta para nada es aburrida, es el deporte más rápido y más espectacular que existe. Cuando los tantos salen largos es especial, das saltos por la pared, te tiras al suelo», defiende Jon Arriaga en favor de la modalidad que practica y a la que el sistema de quinielas obliga a jugar de una forma determinada. Partidos supersónicos para no aburrir a ese público aficionado al béisbol y al fútbol americano «que no es demasiado cansado pero si duro porque estas continuamente parando y empezando. Es fatal para las lesiones, hay que calentar bien y luego te enfrías», reconoce alguien que se ha pasado media vida alternando las quinielas durante el invierno entre México y sobre todo Estados Unidos y, por lo general, partidos durante el verano en Euskal Herria. En la web de Jai Alive, la empresa a la que pertenece, se recogen un par de curiosidades que le dan la razón. La primera alude a que en la página 313 del Libro Guiness de los récords se asegura que la cesta punta es la herramienta que mayor velocidad imprime a la pelota. El récord, 302 km por hora, se lo atribuyen a José Ramón Areitio y lo estableció en New Port.
La otra es trágica y recuerda la época en la que se jugaba sin casco y resultó mortal al menos para siete puntistas que llegaron a perder la vida por sendos pelotazos.
Philippe Darriko, por su parte, siguió la final del Mundial por televisión que en Markina coronó a Goikoetxea y Enbil ante Eric Irastorza y Andoni Arriaga. Un día después, descolgaba el teléfono para recordarle a Irastorza -fue su primer entrenador- que añoró las 2 paredes y la picada. «Me gustó pero juegan con el músculo y la táctica es importante».
Una cesta de las que utilizan los profesionales llega a costar entre 250 y 460 euros. De mimbre o castaño, algunos de los puntistas, si logran retirarlas en bastante buenas condiciones, las venden por 100 euros a las escuelas de chavales.