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Fede de los Ríos

Los cobardes empedraron el camino hacia Auschwitz

Una muchacha ecuatoriana es vejada verbalmente y golpeada en un metro por un individuo de nacionalidad española. Las imágenes nos escandalizan. Durante meses anteriores oímos la voz de alarma lanzada en algunos medios por la gran afluencia de inmigrantes hacia España. Invasión, la llegaron a denominar.

En el mismo vagón de metro en el que era agredida la muchacha viajaban otras tres personas que no intervinieron en su defensa. Tertulianos de todas las radios y televisiones se lanzaron a analizar la situación. Profesionales de la condena, desde el principio condenaron la agresión pasando a continuación a enjuiciar la pasividad de los que iban en el vagón. Enseguida llegaron a consensuar la sentencia: «el miedo es libre». Nada más falso, el miedo hace esclavos. Si ante una acción gratuita de un canalla contra un semejante nos quedamos impasibles, nosotros, aunque pasivos, somos partícipes de la canallada. Podremos comprender que el miedo paralice la acción, pero ello no exonera un ápice nuestra responsabilidad. Se agredió a un ser humano de manera miserable y otros humanos no hicieron nada por impedirlo. El agresor en libertad por la presunción de inocencia, claro está que no quemó un contenedor ni un autobús en alguna localidad vasca, cosas propias de terroristas; lo único que hizo es insultar y golpear, mientras hablaba por un teléfono móvil, a una ecuatoriana. Había tomado unas cuantas copas de más, dice en su defensa. Eso y que quizás oía la radio de la Conferencia Episcopal, ésa que alarma de la invasión de los emigrantes, debieron de motivar una actuación un poquito excesiva de un patriota español. Se me dirá que tanto da que fuera español, catalán, vasco, gallego o esquimal. Y dirán bien, porque efectivamente, la estupidez tiene carácter universal y un canalla lo es en Amorebieta o en Lima.

Lo inquietante no es tanto el autor de la agresión, sino los viajeros que miraron para otro lado. Morirán sin poder olvidarlo; con la certeza de que un día no hicieron lo que debían y abandonaron a un semejante en las manos de un criminal. Algo tan humano como la solidaridad les fue ajeno en el momento en que debieron ejercerla. Si el cobarde pudiera merecer nuestra conmiseración, su inacción, por el contrario, exige nuestro mayor rechazo.

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