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Fin del estado de derecho en Pakistán

El general golpista pakistaní Pervez Musharraf ha dado una vuelta de tuerca más a la situación de inestabilidad en esa región asiática. Ahora, el mayor aliado en la zona de EEUU en su «guerra contra el terror» ha considerado que para mantenerse en el poder es necesario eliminar el único elemento que hacía de su régimen un estado aceptable -y financiable- para la denominada comunidad internacional: el estado de derecho.

Las razones de este nuevo golpe de estado son diversas. Entre otras posibles causas destacan el crecimiento de la disidencia política, la visualización de una sociedad civil y el descrédito social del gobierno, la presión del Tribunal Supremo y de ciertos medios de comunicación, la escalada de las tensiones en Cachemira y Balochistán, así como la permisibilidad de sus aliados extranjeros.

Las consecuencias de este nuevo golpe son imprevisibles, sobre todo porque la oposición ha sido previamente controlada, reprimida o exiliada y porque hasta el momento la postura de los dirigentes internacionales ha sido extremadamente tibia. Además, la situación de la región es muy complicada, con la ocupación de la vecina Afganistán como inquietante telón de fondo.

En todo caso, el caso de Pakistán debería ayudar a otro tipo de reflexiones, no exclusivamente ligadas a las relaciones internacionales. En contra de lo que estamos acostumbrados a escuchar, el estado de derecho no es sinónimo de democracia. Si bien la democracia implica estado de derecho, el estado de derecho no implica necesariamente democracia. Es más, en ciertos casos puede ser un instrumento contra la democracia. Lo ha sido en Pakistán, donde un general golpista lo ha utilizado como argumento para legitimarse. Hasta que ese instrumento se ha convertido en un obstáculo para mantenerse en el poder. El cierre de medios de comunicación, la represión brutal, los presos políticos, la eliminación de la disidencia... son posibles en un estado de derecho. En una democracia, no.

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