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Suicidio: breves y efímeras notas

Ni por asomo conozco todos los vericuetos encerrados en el tema del suicidio. Tampoco creo que haya persona que se considere suficientemente docta para lidiar en forma individual con el problema, ya que los orígenes que impulsan al acto son múltiples al igual que la geografía humana de los implicados. El tema es universal y rebasa la sabiduría médica, filosófica, religiosa, literaria y sociológica. Por eso digo que no hay quien sea dueño de «toda la verdad» acerca del tema ni «expertos» en el manejo de los suicidas.

En ocasiones pienso que son los filósofos quienes deben entrevistar a las personas que han intentando suicidarse y que han fracasado; cuando la fe es crucial, seguramente la intervención de los religiosos puede ser provechosa; otras veces considero que son los médicos, y sobre todo los siquiatras quienes deben «encargarse» de estas personas. Las comillas en la palabra «encargarse» denotan dudas e inquietudes que pueden resumirse en la siguiente idea: la mayoría de los suicidas que fracasan se sienten frustrados, enojados y con frecuencia molestos con las personas que los «salvaron». Las comillas en la palabra «salvaron» vienen a colación, porque no puede ni debe haber una opinión definitiva con respecto al «derecho» que tiene o no un ser humano para salvar a la persona que ha intentado suicidarse. Como parte de mis dudas entrecomillé la palabra «derecho» porque con frecuencia repito que el ser humano es autónomo y por ende dueño de su vida. Menudas dudas, menudas preguntas: ¿es lícito «salvar» a quien intenta poner fin a su vida?, ¿es moralmente aceptable hacerse cargo de un potencial suicida si éste se rehúsa a dialogar?, ¿tiene derecho una persona a suicidarse por considerar que la vida es suya, a pesar del inmenso daño que deja en los seres cercanos?

El suicidio suscita polémica no sólo por los vínculos teóricos que existen entre seres humanos y Dios, sino porque cada acto, exitoso o no, debe considerarse una muerte social. Aunque no existe en los anales médicos o filosóficos el término muerte social, en esta ocasión decidí no entrecomillar la idea porque eso es el suicidio: una muerte de una porción de la sociedad. Esa es, sin duda, una de las razones fundamentales por la que tanto incomoda el suicidio: exceptuando los casos de fanatismos religiosos o aquellos relacionados con problemas siquiátricos, el acto, per se, es de mil maneras una denuncia contra el entorno no sólo inmediato del implicado, sino también contra la sociedad.

Aquel que se suicida por desamor o por problemas familiares deja un mensaje que incumbe a los seres cercanos; quien lo hace por deudas, por falta de empleo o como protesta contra regímenes políticos denuncia a la sociedad y al Estado. Escribo del suicidio como una suerte de muerte social porque vivimos una especie de «eticidio» -palabra que robo de John Berger-, donde la cultura de la muerte, individual, colectiva y del medio ambiente ha triunfado sobre la ética y, por supuesto, sobre el ser humano.

El intríngulis es muy complicado y puede estudiarse a partir de la siguiente trilogía: suicidio, «eticidio» y muerte social. Esa trilogía puede englobarse en el término cultura de la muerte, cuyo horizonte y presencia, aunque difíciles de definir, son constantes en la mayoría de las sociedades contemporáneas. Nunca habíamos sido testigos de «tantas» decapitaciones, de tantos terroristas que mueren «iluminados» al matar inocentes o de tantos genocidios.

¿Por qué se impulsa, por ejemplo, en el ciberespacio el cibersuicidio? La respuesta más sencilla es la más obvia: al igual que la televisión y otros medios de comunicación, Internet contiene una cantidad inmensa de material inmundo que promueve el suicidio y actos similares, cuya génesis es precisamente el «eticidio». Al hablar de «eticidio» Berger señala que «especialmente atacadas se ven aquellas de nuestras prioridades que proceden de la sociedad humana de compartir, legar, consolar, condolerse y tener esperanza. Y los medios informativos de masas nos rocían día y noche con eticidas». Es decir, el «eticidio» favorece la cultura de la muerte al restar al individuo humanidad y valores morales, al impedirle acercarse y tocar, al sepultar la empatía y la fraternidad.

El «eticidio», hay que repetirlo, es espejo de la horrenda mass media que nos engulle. Muchos suicidas consideran que su vida carece de sentido porque el «eticidio» fomenta la innegable y dolorosa realidad de buena parte del mundo contemporáneo: la muerte social. Es precisamente por el complicado origen de las redes que tejen la muerte social por lo que es tan difícil tratar a los suicidas frustrados.

© La Jornada

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