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Victor Moreno Ecritor y profesor

Una ley contra la lectura

En este artículo Víctor Moreno denuncia el «galimatías terminológico y conceptual» que contiene la Ley de la Lectura, el Libro y las Bibliotecas, promovida por el Ministerio de Cultura español. Desde la preocupación de quien se dedica a la promoción de la lectura desde un punto de vista crítico, Moreno argumenta contra una ley «hecha para alejar a la gente de los libros».

Nunca imaginé que una ley ministerial, como la Ley de la Lectura, el Libro y las Bibliotecas, de junio de 2007, dictada para quien «leyere y entendiere» -según advierte su preámbulo-, pudiera cotizar tan alta en la bolsa de la cursilería y de la fatuidad.

En lo que se refiere a la lectura, es que ni adrede se pueden concitar tantas tonterías fundamentalistas. ¿Cómo es posible elaborar una ley relativa a la lectura en los términos de despotismo -por inercia iba a añadir ilustrado, pero es que ni siquiera lo es-, invocando una teleología (finalidad) lecturil que no se la creen ni las lombrices kantianas de ribazo?

Para empezar, calificar la lectura como «ese acto tan transcendental y único para la especie humana» es una grosería impropia de quien se ha curtido en la lectura, fuente, según dicen, de incertidumbres y de certezas escépticas. Pudo adjetivarlo como «único, grande y libre», pero se le hubiera visto demasiado el plumífero.

¿Cómo se puede afirmar semejante mamarrachada, que deja fuera del cosmos mundial a más del setenta por ciento de la especie que no se entrega a la consumación de dicho acto y sigue viviendo sin que se les sequen las cisuras del cerebro, porque han encontrado en otras actividades el aeróbic de aquéllas?

Quien ha escrito dicha frase sugiere sin vergüenza alguna que si esta «especie humana» no lee acabará extinguiéndose, si no se ha extinguido ya. Eso sí, reconozco que esto del «acto» tiene su retranca, sobre todo si se lo asocia con la «especie». La Ley no lo dice explícitamente, porque es muy pudorosa, pero sugiere que cuantos más actos realice el autóctono mejor, porque así la especie estará a salvo de cualquier hecatombe, no dice si nuclear o de estupidez colectiva, pero todo se andará.

A continuación, añade: «En la actualidad, se concibe la lectura como una herramienta básica para el desarrollo de la personalidad y también como instrumento para la socialización, es decir, como elemento esencial para la capacitación y convivencia democrática, para desarrollarse en la sociedad de la información».

Lo que intranquiliza de este fragmento es su modalizador «en la actualidad». ¿Desde cuándo quien ha redactado dicha Ley no ha leído un ensayo sobre la lectura? ¿Desde el Paleolítico inferior? El leguleyo define la lectura por los hipotéticos efectos que se le atribuyen a priori, pero no por lo que el acto lector sea en sí mismo. También desprecia la evidencia de que nadie puede asegurar, y menos antes de leer, que después de hacerlo su personalidad se transformará en un Einstein, en un Tocqueville o en un futuro obispo de la Conferencia episcopal.

Por ejemplo, ¿quién puede afirmar científicamente que la lectura es básica para el desarrollo de la personalidad? ¿Básica? ¿De la personalidad? ¿La de todos los seres humanos? ¿También la de quien ha escrito este articulado? ¡Imposible! En la de los demás, igual, pero seguro que, a quien redactó esta Ley, de la lectura de Cervantes y de Pinocho no se le ha pegado ni una interrogación.

La consecuencia directa de lo que sostiene es que una persona que no lee es un tipo capitidisminuído. No se ha desarrollado ni psicológica, ni social, ni política, ni democráticamente hablando. En definitiva, es un perfecto inútil, además de idiota. Sólo le ha faltado añadir, como hacían los conservadores de finales del XIX, que a un tipo así hay que prohibirle hasta votar. Pero lo más grave de esta gente iletrada es que no contribuye al progreso de la especie. Lo cual en los tiempos demográficos en que estamos es un pecado democrático tremendo.

El remate de la faena se consuma con un fragmento que no hay capote intelectivo que lo toree: «Tanta densidad de riquezas exige aprendizaje y esfuerzo por parte de los individuos, de ahí que se pretenda que el disfrute de las mismas (se referirá a las riquezas, ¿no?) vaya tan lejos como la biografía completa de todo ciudadano».

La verdad es que esto de la «biografía completa», además de no esperármelo, tiene su gracia dialéctica. Pregunto sin ánimo de incordiar: ¿existen dichas biografías? Sería higiénico describir cualquiera de ellas. En el contexto de la Ley, quizás se quiera dar a entender que una biografía incompleta es la de aquel sujeto que en su vida no ha leído un Corín. Y, menos aún, un Tellado ¡Pobre gente! Porque ¿a dónde van a ir con una biografía hecha una piltrafa? Aunque, mal mirado, la imagen tiene su lado positivo. Por ejemplo: cuando alguien nos llame y nos pregunte «¿qué haces?», le podemos contestar: «Nada, aquí estoy, completando mi biografía leyendo a Atxaga». «Y, tú, ¿con quién estás completando tu biografía de ciudadano?».

Pero hay un problema metafísico: ¿cuándo sabremos que hemos completado nuestra biografía? ¿Bastará con haberse leído las obras completas de Sabino Arana? ¿O valdrá con zamparse la obra de Galdós? ¿Cuántos puntos me darán para completar mi biografía si me leo, pongo por caso, toda la colección de «El Jueves»? Item: ¿Qué biografía será más completa, la del que se ha leído la obra de Faulkner, incluso lo que no ha escrito, o la del que se leyó la de Baroja?

De este modo, podríamos hacer hasta apuestas: ¿Quién tiene la biografía más completa de los políticos, ingenieros u obispos actuales, Zapatero, Rajoy, Ibarretxe o Rouco Varela?

Sería bueno que la Ley aclarara estos interrogantes, porque ya se sabe que la ciudadanía anda siempre muy despistada en estos asuntos tan únicos y tan transcendentales para la especie.

Termino apuntando otro galimatías conceptual que contempla dicha Ley. Según su verbo, la lectura se promoverá «a fin de que se logre la mayor eficacia posible y la teleología deseable de una sociedad lectora».

Reconozco que no entiendo qué quiere decir. ¿En qué consiste la eficacia que produce la lectura? ¿Es lo mismo eficacia que desarrollo personal, intelectual, social, competencial y preparación para la convivencia democrática y capacidad para desarrollarse en la sociedad de la información? Porque eficacia, eficacia, ¿cómo, cuánta, dónde, por qué, para qué? Y sobre todo: ¿cuáles son los fines transcendentales de una sociedad lectora? ¿Los que marcan los obispos?

Los redactores de este galimatías terminológico y conceptual siguen instalados en un rastrero conductismo. Deben de pensar aún que una sociedad lectora se consigue a base de decretazos. Insólito. Porque, ¿no llevan, acaso, más de un neolítico babeando que la lectura es un acto de libertad?

Desde luego que no piense el Ministerio de Cultura aumentar con estas mimbres la lectura en la ciudadanía y, menos aún, desarrollar la competencia lectora de los más pequeños. Este articulado a favor de la lectura asusta, incluso, a los lectores más compulsivos. Es una ley hecha para alejar a la gente de los libros, de cualquier libro.

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