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Nicola Lococo Seleccionador de la Federación Vasca de Ajedrez

Deporte y solidaridad

Siendo los deportistas aglutinantes de masas, símbolos de enteras ciudades, fuentes de recursos, escaparate de virtudes y ejemplo para la ciudadanía, pocas son las ocasiones en las que los mismos vehiculan pautas, arquetipos y paradigmas saludables para la sociedad

Solidaridad, altruismo y amor son efectos naturales que se siguen del principio de supervivencia, de ahí que los mismos se den comúnmente entre los pobres, la familia y la pareja. A quienes se esfuerzan por ejercitar éstas, digamos, cualidades naturales de un modo consciente, libre y voluntario, sin que en ello medie un explícito interés más allá de lo que pudieran ser recompensas morales-existenciales reflejas de la propia conciencia, son a quienes pro- piamente decimos solidarias o altruistas. Ciertamente, para nuestra sociedad -por idénticos motivos que para el individuo y la especie-, estas personas son preferibles a quienes identificamos como egoístas, individualistas o violentos, aunque ciertamente ellos también participen en su condición de seguir la tendencia natural de la supervivencia en un hábitat donde reina la rapiña, el interés y, sobre todo, la competitividad.

Sin embargo, el deporte, en cuanto faceta humana propiamente derivada de la cultura y civilización, puede elegir en qué modo se conduce la misma entre los dos polos anteriormente descritos y, en consecuencia, sería imperdonable que más allá de lo que le pudiera influir las tendencias particulares de cada uno de los miembros que concurren en la faceta deportiva, ésta no buscará de principio rehuir unas y abrazar otras, pues de no obrar así en nada se distinguiría de cualquier otra acción animal continuadora del instinto.

Por ello siempre me ha llamado la atención que a los esfuerzos institucionales de potenciar el deporte como canalizador de valores cívico-morales no les haya seguido una revisión crítica y tenaz de cómo los mismos se llevan a la práctica fuera de los rimbombantes programas e idílicas teorías, de donde emana el soporte político-económico que lo respalda, anima y fomenta. Y es que si la solidaridad, el altruismo y el amor -tanto como el egoísmo, el individualismo y la agresividad- son efectos que se siguen del instinto natural de supervivencia, el deporte no es menos reflejo de la sociedad que lo practica y, en consecuencia, hoy vemos que lo que más en él abunda es la fiera y tramposa competencia, ser el número uno invencible, la búsqueda del beneficio inmediato y la fácil recompensa. Cosa que se traduce en un ambiente, extremadamente violento en las gradas entre las distintas aficiones, un explícito dopaje para obtener el éxito y oscuras financiaciones que no esca- motean ningún recurso de ingeniería financiera para satisfacer los voraces apetitos insatisfechos de todos cuantos especulan con el espectáculo en el que se ha convertido la práctica deportiva.

Es curioso que, siendo como son los deportistas y equipos aglutinantes de masas, símbolos de enteras ciudades, ídolos de los niños, fuentes de recursos, escaparate de virtudes y ejemplo a seguir para la ciudadanía, pocas sean las ocasiones a modo de excepción que confirman la regla, en la que los mismos vehiculen normas, pautas, arquetipos y paradigmas saludables para la entera sociedad.

En cambio, prefieren publicitar en sus vallas y camisetas, refrescos perniciosos para la infancia, comida basura contaminada, ropa de alto standing confeccionada por niños esclavos en el sureste asiático y un sinfín de innobles productos que inundan el supermercado común en el que hemos convertido nuestra convivencia, sin dejar apenas resquicio alguno para aquellos valores que la naturaleza nos dio para la supervivencia de la especie en la propia persona, familia y pareja; y, en cambio, sí eligen exacerbar y enardecer aquellos otros que actúan contra el grupo propio y ajeno, y que nos hacen vivir en el susto y desasosiego de sentirnos siempre en peligro.

Por ello, es de agradecer y aplaudir iniciativas como la llevada a cabo por Anabel de la Fuente -en el Hotel Lakua de Gasteiz, a lo largo de ésta primera quincena de noviembre, donde media docena de los mejores ajedrecistas del mundo han jugado por un mundo mejor al objeto de recaudar fondos para la construcción de un hospital en la República del Congo-, quien se sintió impelida toda vez que una niñita muriósele en sus brazos. Y en verdad, esto que en una sociedad primitiva y atrasada como tantas llamaría más al súbito apoyo y desinteresada cooperación, requiere de todo nuestro reconocimiento público aquí entre nosotros, en nuestra desarrollada y avanzada civilización occidental, para ver si con ello cunde el ejemplo y llega el día en que no tengamos que sentirnos agradecidos porque en nuestra sociedad se atiendan los naturales instintos humanos que facilitan su auténtica evolución y supervivencia.

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