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Fermín Gongeta Sociólogo

La cruz de Rubalcaba

La historia de todos los imperios nos enseña la manera que utilizan los poderosos para instaurar normas y leyes en las que ampararse con el fin de justificar su pretendido derecho soberano a recurrir a la fuerza y no al derecho

El santanderino de Solares Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro español de Interior, ha afirmado en Bilbo que Batasuna está en periodo de organización de su Mesa Nacional.

Es algo que callado estaba dicho, puesto que participó en la detención y encarcelamiento de la actual Mesa. ¿O presuponía que con ese gesto represivo iban a terminar «de una vez por todas» con la izquierda abertzale? Es lógico que, detenidos unos, se preparen otros.

Dijo también, a renglón seguido (GARA, 07-11-16) que «si podemos lo vamos a impedir (¿dejaron de intentarlo?), porque están organizándose para apoyar a ETA, pura y simplemente».

Como justificación de su empecinada lucha contra Batasuna, el señor ministro aduce un hecho no probado, como es que «Batasuna se organice para apoyar a ETA».

Que Batasuna y ETA son la misma cosa es la afirmación básica que el ministro no necesita demostrar y que, a base de repetirla, suena a evidencia inexistente. El gran espectro político de las Cortes españolas defiende la misma formulación, consensuada, que no justificada, junto a jueces y aparato represivo.

La declaración de conexión ETA-Batasuna, entendida en ambas direcciones, forma parte de las fórmulas incuestionables que se derivan de un axioma fundamental, de un principio previo que piensan no debe ser formulado, puesto que su veracidad es considerada evidente.

Se trata del «principio del idealismo wilsoniano» (Woodrow Wilson, presidente de los EEUU en 1913 y 1916) invocado por Noam Chomsky (Fayard, 2004), según el cual «Nosotros, los círculos de donde proceden los dirigentes y consejeros, nosotros, somos buenos y nobles. Nuestros actos provienen necesariamente de buenas intenciones, aun cuando, en ocasiones, la ejecución no sea la más adecuada».

«Tenemos altos ideales y defendemos la estabilidad y la justicia -señaló el presidente Wilson-. Por eso nuestros intereses deben avanzar y realizarse, y aunque seamos altruistas no podemos claudicar. Los otros países (o partidos políticos) deben andar con cuidado y no inmiscuirse, ni intentar detenernos».

He ahí definida la sencilla estrategia imperial, su nobleza, su resplandor de santidad. «Oponerse a nosotros puede exponer a grandes sanciones, mientras que entrar en nuestro juego conlleva beneficios sustanciales». A esta declaración se adecua el mensaje que Clinton transmitió a Bush II: «el imperativo de la misión de América como vanguardia de la Historia, que transforma el orden mundial y que haciéndolo perpetúa su propia dominación». Leyendo estas líneas pica en la memoria lo de: «España es una unidad de destino en lo universal», «una realidad existente por sí misma... superior a las diferencias entre los pueblos... que supo cumplir con misiones universales».

Este y no otro es el axioma político de los gobernantes españoles. Algo que no necesita demostración, arraigado de manera clarividente en el pueblo español, y fundamento de la guerra preventiva del Gobierno del Reino contra la izquierda abertzale. Una lucha, por consiguiente, altruista, desinteresada y generosa, a la vez que despiadada. La evidencia de la unidad indisoluble de su España es el eje, principio y fundamento de toda acción de los gobiernos españoles, por la ley wilsoniana del imperio.

El ataque frontal y directo contra la disidencia de Euskal Herria no precisa ser explicado ni razonado. Batasuna puede ser presentada al público español como el mal absoluto, como una amenaza inminente contra la supervivencia del dogma España.

Supuesto esto, los actos violentos se califican como crímenes si han sido cometidos por el enemigo, no por los aliados del poder. Y así, a los enemigos retirados de la escena política, sus diarios clausurados, ellos encarcelados, les pueden despreciar con toda seguridad e impunidad.

La tesis oficial invierte el orden de los acontecimientos, y el relato de los hechos que se suceden, como los juicios y condenas, se emite y realiza sin prueba alguna, puesto que son innecesarias.

La historia de todos los imperios, incluidos los diminutos, nos enseña la manera que utilizan los poderosos para instaurar normas y leyes en las que ampararse con el fin de justificar su pretendido derecho soberano a recurrir a la fuerza y no al derecho.

Junto a las leyes, de manera paralela y simultánea, distorsionan la Historia, también la inmediata, reconstruyéndola en base a sistemas doctrinarios absolutistas, religiosos secularizados que, aunque reductores de libertad, funcionan cada vez mejor en las democracias totalitarias.

«Ellos cuentan al buen Dios que nosotros somos caníbales y el buen Dios les cree porque ellos han ganado. Pero nadie me quitará de la cabeza que el verdadero caníbal es el vencedor» (Jean Paul Sartre, «Los secuestrados de Altona»).

La Cruz de Rubalcaba no es la que se encuentra en Liérganes, sino la persistencia y tenacidad de la izquierda abertzale en utilizar su derecho de expresión y de libre determinación fren- te al afán del ministro por crucificarles.

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