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La seguridad de los españoles

El filósofo Santiago Alba y el catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid Carlos Fernández Liria expresan su preocupación por las implicaciones de la condena en el 18/98. A su juicio, «sólo una inquietante combinación de densísima alienación social y bajísima cultura democrática» pueden explicar la sensación de seguridad y bienestar de la ciudadanía española, puesto que «la inmensa mayoría de los españoles nos encontramos en la misma situación que los encarcelados: nadie puede demostrar que tengamos ninguna relación con ETA».

Tras las detenciones el pasado viernes de 46 de los 56 encausados en el sumario 18/98, el PSOE se jacta de su «firmeza contra el terrorismo», el PP expresa su «inmensa satisfacción» y los españoles en general nos sentimos, naturalmente, más contentos y mucho más seguros. ¿Por qué nos sentimos más contentos y más seguros? Porque la irregular y aparatosa operación policial ha demostrado la peligrosidad esencial de 46 hombres y mujeres que durante 8 meses acudieron puntualmente a todas las sesiones del juicio en la Casa de Campo de Madrid, a cientos de kilómetros de sus familias y sus trabajos, sin resistencia ni tentativas de fuga. ¿Y por qué esta irregularidad publicitaria nos hace sentir tan contentos y tan seguros? Porque no se trata de garantizar el cumplimiento de una rutinaria sentencia penal sino el de una sentencia política cuyo carácter extrajurídico hemos aceptado alborozadamente desde el principio y cuyo contenido punitivo sabíamos sujeto a los vaivenes de las fallidas negociaciones de paz y al calendario electoral. ¿Y por qué este atropello nos hace sentir tan contentos y tan seguros? Porque una sentencia de este tipo sólo podía alcanzarse después de una emocionante farsa judicial fundamentada en el principio totalitario de analogía y concretada en toda clase de irregularidades de procedimiento, tal y como han denunciado observadores internacionales y juristas independientes. ¿Y por qué -por qué- esta copia grotesca del grotesco juicio a Sadam Hussein en el Bagdad ocupado nos hace sentir tan contentos y tan seguros? Porque, después de todo, aquí no se trata de mandar al patíbulo a un dictador asesino sino de condenar a 500 años de cárcel a 46 inocentes; porque no hay otra forma de encerrar, y utilizar como rehenes, a 46 periodistas, ecologistas, pacifistas, defensores del euskara y activistas sociales de los que no se puede demostrar su vinculación con ETA y de los que, en algunos casos, se puede demostrar exactamente lo contrario.

¿Y por qué la violación de todos los fundamentos del Derecho, a condición de que se haga para encarcelar inocentes, nos hace sentir tan contentos y seguros fuera del País Vasco? Sólo una inquietante combinación de densísima alienación social y bajísima cultura democrática puede explicar este misterio. A fin de cuentas, la inmensa mayoría de los españoles nos encontramos en la misma situación que los encarcelados: nadie puede demostrar que tengamos ninguna relación con ETA. ¿No deberíamos sentirnos, pues, preocupados e inseguros? ¿No deberían alarmarnos y escandalizarnos unas medidas que en cualquier momento podrían tomarse contra nosotros, como inocentes que somos?

Sin ningún rubor, y siempre cuesta abajo, muchos españoles sostienen su ilusoria seguridad en el hecho de que a los periodistas y activistas vascos no se les ha condenado por lo que han hecho sino por lo que quieren y que basta con no querer ciertas cosas para que la suspensión creciente del Derecho no ponga en peligro nuestras visitas al supermercado, nuestras retransmisiones deportivas y nuestro refresco favorito. Pero que el Derecho y la democracia no tengan más existencia que la modestia e insignificancia de nuestra voluntad, ¿no debería ya hacernos temblar, al menos de indignidad? ¿Y cuánta voluntad tendremos que ceder en un régimen de presunta voluntad soberana para estar tranquilos? ¿Bastará con no querer la independencia de Euskal Herria, ni siquiera por vías pacíficas y democráticas? Me temo que no. Después de todo, si Euskal Herria estuviera en Serbia o en Turquía, muchos españoles hablarían ahora de vascos valientes y oprimidos como se habla de los kosovares o de los kurdos, y otros muchos hablaríamos de izquierdistas represaliados y perseguidos como lo hacemos con los sindicalistas de Colombia. ¿Cuánto hay que dejar de querer para seguir creyendo que podemos seguir queriendo lo que queramos? Dejemos de querer la paz o la solución del problema vasco; dejemos de querer también -los que no consideramos la idea ni absurda ni criminal- la independencia de Euskal Herria y probemos a querer, por ejemplo, la independencia de España. Probemos a querer de verdad -con la misma insistencia que los vascos encarcelados- una España sin Banco de Santander ni túnel de la M-30, sin mafias de la construcción ni inseguridad laboral, con una economía, una educación y una sanidad verdaderamente públicas, con tres poderes verdaderamente independientes, con medios de comunicación controlados por los ciudadanos y no por las grandes empresas; probemos sencillamente a querer -pero de verdad, como los vascos ahora encarcelados, con un mínimo de fuerza colectiva- un poco de aire limpio y de espacio libre para nuestros niños y para los niños de nuestros niños, y descubriremos enseguida que también puede haber kurdos en Valencia y colombianos en Madrid como los hay en el País Vasco. En realidad, para ser inocentes, y hacernos la ilusión de que no corremos ningún peligro, hay que dejar de querer tantas cosas que quizás deberíamos sentirnos culpables de serlo o incluso empezar a a pensar en ser un poco culpables: culpables, al menos, de querer de verdad, al mismo tiempo, democracia y Derecho para España y Euskal Herria.

Pero no es ése hoy el peligro. No queremos querer. Queremos dejar de querer cuanto haga falta para poder seguir queriendo nuestro programa de televisión preferido y nuestro refresco favorito al margen del Derecho y con independencia de que haya o no democracia en España. Si hay que dejar de ser vascos, bien; si hay que dejar de ser españoles sensatos, también; si hay que dejar de ser hombres dignos, venga. No me gusta usar en vano un término tan desgastado y tan ineficaz, pero esta combinación de densa alienación social y bajísima cultura democrática en el horizonte de un puré institucional que erosiona la división de poderes para encarcelar inocentes encaja como un guante en las definiciones más clásicas del fascismo, al menos en sus formas embrionarias. Hay un fascismo intermitente y homeopático, de aplicación local, como las pomadas, y hay ya un fascismo mental generalizado presto a aceptar cualquier medida extrajurídica populista, por muy brutal que sea, mientras no incomode la radical inocencia de nuestra vida privada. En este contexto, los medios de comunicación son los escultores de un magma subterráneo cada vez más extendido -cada vez más superficial- que acepta el encarcelamiento de inocentes en el País Vasco con las mismas razones y con el mismo grano de voz, amenazador y familiar, con el que exalta la insolencia del rey ante el presidente Chávez o justifica el asesinato de Carlos Palomino a manos de un militar xenófobo.

Sin negociaciones, sin diferencia entre inocentes y culpables, sin ninguna alternativa política, la «inmensa satisfacción» de partidos y ciudadanos españoles ante el encarcelamiento de 46 inocentes está plenamente justificada. A partir de hoy hay más ETA y menos estado de derecho, dos motivos sin duda sólidos para que todos nos sintamos mucho más contentos y mucho más seguros.

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