«La vida es muy larga: da tiempo para hacer todas las tonterías»
escritora. autora de «habíamos ganado la guerra».
A los 71 años, Esther Tusquets (Barcelona, 1936) hace gala de un implacable sentido de la ironía que, sumado a la sinceridad que le caracteriza, convierte una conversación en un regalo para el interlocutor. Con la distancia que dan los años, lanza en su libro «Habíamos ganado la guerra» una mirada sobre la burguesía franquista catalana, a los ojos de la desconcertada e inocente niña que fue.
Karolina ALMAGIA | BILBO
Cuando publicó «El mismo mar de todos los veranos», nadie, ni su marido ni sus hijos, sospechaban que escribiera. Tenía cuarenta y dos años y era una prestigiosa editora al frente de Lumen. Aquel libro trataba sobre su difícil relación con su madre, un tema que se repite en toda su literatura, también en «Habíamos ganado la guerra» (Bruguera), donde cuenta sus recuerdos de infancia en el seno de una familia burguesa y franquista.
Mientras muchos autores de izquierdas intentan ocultar su pasado franquista, usted lo cuenta con pelos y señales.
Sí, pero no me ha supuesto ninguna audacia, quizás es que soy una insensata. Me ha salido con mucha naturalidad. Es una forma de hacer una crítica desde dentro de un mundo que conozco bien. Quería contar cuál ha sido mi evolución ideológica a lo largo de los años, hasta que a los 18 llegué a unas conclusiones que, más o menos, he mantenido hasta ahora.
Su familia era un poco atípica.
Mi familia era muy rara. Una de las cosas que he descubierto mientras escribía el libro es el mal concepto que tengo de mi familia por parte de padre. Los Tusquets eran muy conservadores, el hermano mayor de mi padre era amigo personal de Franco y estaba obsesionado con los masones y los judíos. Y la otra familia, la de mi madre, era muy loca, muy disparatada. Mi abuelo era masón, pero el hijo, Víctor, era un nazi, pero un nazi de opereta. Y eso que era un tío encantador, el más atractivo que he conocido en mi vida.
Sus padres, siendo franquistas, eran ateos.
Sí, y además los dos. Esa también es una historia muy rara. Los Tusquets consideraban que mi padre se había casado con una mujer que no les gustaba mucho, porque leía a Voltaire y a autores prohibidos y se ocupaba poco de la casa, pero nunca pudieron sospechar que ni madre ni mi padre eran creyentes. Mi padre era médico y era como un científico del XVIII: creía en lo que veía y él veía que cuando uno se moría, se moría. Y no había nada más. Eran franquista, eran de la burguesía, pero eran ateos y, sin embargo, nos hacían ir a misa a mi hermano y a mí. Con los años mi padre fue cambiando, influenciado por los hijos, y acabó votando al PSUC. Mi madre siguió con Franco, porque ella era coherente y consecuente hasta el final.
Su madre se ocupó de que estudiaran en el Colegio Alemán, nunca con las monjas .
Sí, por eso yo siempre estudié en clase con chicos. Y me dejaron hacer cosas que a las demás niñas no les dejaban, como irme en el bote de remos lejos con un chico. Era un escándalo, como lo era que mis padres no fueran a misa los domingos.
Es muy curioso cómo refleja en el libro los mundos de «las criadas y las señoras».
Eran dos mundos muy diferentes, con dos códigos distintos. En el mundo de las criadas se aprendía mucho, allí se hablaba de todo: creían en demonios, en aparecidos, era todo truculento, con sus asesinatos...
¿Es verdad que tuvo dos `criadas' rojas que le ponían todos los días para comer ensaladilla rusa como venganza?
Eso es cierto. Y no sólo eso; ¡esas dos locas iban por la carretera en plena represión cantando `Somos comunistas'! Luego nos dejaban beber la leche de la ubre de las cabras, que si se entera mi madre se muere.
Hablando de su madre, su difícil relación con ella marcará toda su vida, según cuenta en este libro.
Es un tema constante en mi literatura, a veces me parece que sólo he escrito sobre ella. A mí me ha marcado muchísimo. Creo que la relación madre-hija es muy importante, muy difícil y a menudo muy negativa. Mi madre era brillante, muy inteligente, muy dotada para todo, pero por haber nacido en el momento en que nació y en la clase social en la que nació estuvo condenada a no hacer nada. No creo que nadie en el mundo se haya aburrido tanto como mi madre. No hizo nada, más que aburrirse y chinchar.
¿Qué le dijo su madre cuando se publicó su primer libro?
Para todo el mundo fue una sorpresa porque nadie sabía que yo escribía. Di una fiesta para presentar la novela. Y mi madre, que había leído el libro, se presentó envuelta en tules y galas «como en la novela». Se reconoció perfectamente, pero se lo tomó bien, porque tenía mucho sentido del humor. Mi padre, en cambio, se lo tomó muy mal.
«Yo no quería a la gente, me enamoraba de la gente», confiesa en el libro.
Sí, eso me lo dijo un día una tía mía, que era muy observadora y muy punzante. Y me marcó, aunque tenía seis años. Ahora ya me pasa menos: ya, ni quiero, ni me enamoro.
Pero creo que se enamoró de nuevo hace pocos años.
Sí, y fue lo último que esperaba yo en el mundo. Hacía muchos años que no me enamoraba. Fue espléndido, el mejor regalo que me podía dar la vida.
¿Cómo fue?
Como es siempre: instantáneo y físico. Duró tres años. No entiendo cómo me enamoré siendo tan vieja. Fue una cosa extraña. A mi madre le hubiera parecido muy mal.
¿Cómo lleva la vejez?
La vejez es una catástrofe. Lo único bueno que le encuentro es que te tomas las cosas con distancia e ironía. Pero la vejez es siniestra. Para empezar, ha muerto mucha de la gente que quieres, el cuerpo ya no responde como respondía y, encima, sabes que cada día que pasa será peor. La gente lúcida que conozco está enfurecida por esta broma siniestra de hacerse viejo.
¿Pasa rápido la vida?
No, la vida es muy larga. Interminable. Da tiempo para hacer todas las tonterías, para pasar etapas que parecen no acabar.
¿Qué recuerdos tiene de su etapa de editora?
En general, muy buenos. Estábamos abocados al fracaso porque no teníamos ningún criterio comercial. Publicábamos lo que nos gustaba. Pero tuvimos suerte. Yo había leído una cosa de un argentino y en Frankfurt le perseguí para publicarlo. Era Quino. Inesperadamente, «Mafalda» vendió miles de ejemplares.
«La vejez es una catástrofe, una broma siniestra. Lo único bueno que tiene es que te tomas las cosas con distancia e ironía»
«Escribiendo `Habiamos ganado la guerra' me he dado cuenta del mal concepto que tengo de mi familia paterna»