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sangre obrera en la escuela santa maría

Masacre de iquique, cien años en el olvido

21 de diciembre de 1907. Iquique. Norte Grande de Chile. El Ejército chileno, siguiendo las órdenes del Gobierno, acribilló a balazos a los miles de huelguistas salitreros que se habían concentrado en la escuela fiscal Santa María y sus alrededores. Se calcula que en los tres minutos que duró la balacera las tropas mataron a 2.000 obreros del salar.

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Mirari ISASI

La matanza de la escuela Santa María de Iquique, donde fueron rodeados y abatidos a tiros los obreros salitreros junto a sus familias, es la mayor masacre de la historia de Chile antes del golpe de Estado de Augusto Pinochet, en 1973, pero también una de las mayores gestas de dignidad obrera. Han tenido que pasar cien años para que haya tenido lugar el reconocimiento de aquellos pampinos olvidados por el Gobierno hasta que la presidenta chilena, Michele Bachelet, ha decretado una jornada de duelo nacional para hoy, 21 de diciembre, con motivo del centenario de la masacre.

El régimen laboral a que estaban sometidos los obreros del salitre, la falta de previsión, así como su dependencia completa de las empresas en cuanto a aprovisionamiento de bienes básicos motivaron la huelga obrera que terminó con la masacre del 21 de diciembre de 2007 en la escuela Santa María de Iquique.

En noviembre de 1907, durante el Gobierno de Pedro Montt, en las salitreras de Tarapacá y Antofagasta (Norte Grande de Chile) trabajaban unos 40.000 obreros, 13.000 de los cuales eran peruanos y bolivianos. En esos años se produjo una depreciación monetaria que ocasionó un gran malestar en las oficinas salitreras y en Iquique.

Ello derivó en la huelga de los obreros, que demandaban un sueldo de acuerdo con un cambio estable y un aumento de sus salarios, que no les llegaban para alimentarse, a lo que éstas se negaron.

Los obreros pampinos no recibían sus salarios en dinero, sino en fichas que sólo eran canjeables en pulperías, que también pertenecían a los propietarios de las empresas salitreras. Esta situación generó un monopolio, porque las fichas que recibían los trabajadores, que se habían desvalorizado entre un 20% y un 40%, no tenían ningún valor fuera de las pulperías autorizadas, con lo cual éstos no tenían ninguna posibilidad de comprar en lugares en los que las mercancías fueran más baratas. Además de la eliminación del pago con fichas y el establecimiento de jornales al cambio de 18 peniques, los mineros reclamaban, entre otras cuestiones, balanzas para los pesos y medidas para las pulperías, escuelas para los obreros e indemnizaciones por despido.

Esta situación llevó a los trabajadores a organizarse, al tiempo que más y más obreros se fueron sumando al movimiento que se declaró en huelga -conocida como «la de los 18 peniques»- el 4 de diciembre y que acabó paralizando la industria salitrera.

Al no ser escuchadas sus demandas, los obreros del salar decidieron dirigirse a la ciudad portuaria de Iquique, donde llegaron el 15 de diciembre, siendo alojados en la escuela Domingo Santa María. El día 16, varios sectores y gremios pararon sus actividades en solidaridad con ellos.

El Gobierno de Pedro Montt, sin embargo, no veía con buenos ojos la huelga y, tras días de infructuosa negociación, a través de intermediarios, entre patrones y obreros, ordenó emplear la fuerza para acabar con ella.

Aunque los obreros mantuvieron gran disciplina y no causaron desórdenes durante su estancia en Iquique, el día 17 llegó desde Arica el buque Blanco Encalada, con una fuerza del regimiento Rancagua. Al día siguiente ancló en la bahía el buque Esmeralda, con tropas del regimiento de artillería de Costa, desde Valparaíso, y el día 19 lo hizo el Zenteno con el general Roberto Silva Renard y el regimiento O'Higgins a bordo.

El día 20 de diciembre, mientras se celebraba una reunión entre los representantes de los trabajadores con el intendente de la ciudad, Carlos Eastman Quiroga, las tropas comandadas por Silva Renard, dispararon contra un grupo de obreros que se dirigía hacia el puerto para tratar de enviar a sus familias fuera de Iquique, matando a seis de ellos. Al día siguiente se oficiaron los funerales y el intendente, siguiendo órdenes del ministro de Interior, Rafael Sotomayor, ordenó a los pampinos trasladarse a las canchas del Club Hípico, en las afueras.

Estado de sitio

Los huelguistas se negaron por temor a ser atacados desde los buques fondeados en el puerto durante el camino. Las autoridades decretaron el Estado de sitio y suspendieron las garantías constitucionales. La ciudad fue rodeada para impedir la llegada de más obreros a la ciudad, ya que la presencia pampina iba en aumento.

Ambas partes habían dejado claro que no cederían en sus posiciones, lo que presagiaba la tragedia. Los patrones insistían en que, para negociar, los obreros debían volver a las oficinas salitreras, argumentando que, en caso contrario, «perderían el prestigio moral, el sentimiento de respeto, que es la única fuerza del patrón respecto del obrero»; por contra, los mineros mantenían que si volvían al trabajo sus demandas serían ignoradas y sus condiciones no mejorarían.

El diálogo no pudo con las armas, y a las 15.45 del 21 de diciembre, con un disparo, Silva Renard dio orden de ataque. Se calcula que en la escuela y en la plaza Manuel Montt había congregados unos 10.000 pampinos, entre obreros, sus mujeres y sus hijos, y que 2.000 fueron acribillados, cifra que se aceptó en su momento aunque nunca se estableció una definitiva e, incluso, algunas fuentes hablan de 3.600 muertos -el 60% bolivianos y peruanos, que se negaron a abandonar a sus compañeros en Iquique cuando se les ofreció esa oportunidad-. La versión oficial cifró las víctimas mortales en 140 y otras fuentes en 500.

Las tropas abrieron fuego contra los miembros del comité, que se encontraban en la azotea entre banderas de diferentes gremios, ante la sorpresa de los mineros. Luego, dispararon las dos ametralladoras colocadas frente a la escuela contra quienes trataban de cruzar las filas militares que rodeaban el lugar y, posteriormente, entraron en la escuela.

Los supervivientes fueron llevados de nuevo a la pampa, donde se les impuso un régimen de terror, mientras que los cuerpos de los obreros acribillados fueron arrojados a fosas comunes y allí quedaron olvidados, salvo por sus compañeros que, año tras año, conmemoran lo sucedido.

La brutalidad ejercida por el Estado chileno en la matanza del 21 de diciembre de 1907, provocó el letargo del movimiento obrero durante más de quince años, pero también ciertas mejoras laborales en las salitreras, ya que se promulgaron leyes que beneficiaron y mejoraron la calidad de vida de sus obreros. Sin duda, aquella huelga tuvo una importante trascendencia histórica porque, además, marcó el fin de la inmadurez política de los trabajadores chilenos.

Esta masacre, uno de los hechos más terribles y oscuros de la historia chilena, fue una muestra más de la desigualdad y la injusticia social, que, además, puso de manifiesto la ineficacia del Gobierno, que prefirió optar por la fuerza, en lugar de por el diálogo.

Cien años después, quienes no quieren que la historia se repita ni que las víctimas de Iquique sean olvidadas y consideran que merecen un justo reconocimiento, han impulsado en Chile actos culturales y políticos en su homenaje. Los principales han tenido lugar estos días, entre los que destacan la colocación de varios monumentos en Iquique, Valparaíso y Santiago, que serán inaugurados hoy, y, por su emotividad, la interpretación, en la misma escuela donde ocurrió la masacre, de la cantata «Santa María de Iquique» por Quilapayún, el grupo que la popularizó después de que fuera compuesta, en 1969, por Luis Advis.

«La matanza muestra la crueldad de los gobiernos y los empresarios y la valentía de los trabajadores que luchaban por sus derechos. Es el hecho histórico más fuerte del movimiento obrero chileno, y que dejó una rica enseñanza: que cuando se agota el diálogo y el acuerdo, lo que vale es la lucha», subraya Arturo Martínez, presidente de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT).

Centenares de cuerpos exhumados de un osario construido en los años 60

«Éste es un día especial y de enorme trascendencia, existe una deuda histórica con los mineros fallecidos, por lo que esperamos poder darles una sepultura digna», manifestó el concejal de Iquique Iván Pérez al referirse a la exhumación de los restos de cerca de un millar de las personas masacradas en 1907.

Estos restos serán trasladados a un mausoleo financiado por el Ministerio del Interior, cuyo titular, Belisario Velasco, lamentó la política de «crímenes» de los gobiernos de aquella época contra el incipiente movimiento sindical, pidió perdón en nombre del Estado chileno y expresó su voluntad de que no se repitan esos crímenes propiciados por las autoridades.

La exhumación comenzó a mediados del mes de julio y duró varias semanas, mientras que los trabajos posteriores de análisis y clasificación estaba previsto que se prolongaran durante meses.

En 1962 y durante cuatro meses, funcionarios del cementerio trasladaron cerca de mil cuerpos desde el mausoleo instalado en el Cementerio nº2 de Iquique hasta una fosa común a un lado de las actuales dependencias del Servicio Médico Legal. Cerca de otros mil, fueron llevados al Cementerio nº3. M.I.

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