Los caucus de Iowa tienen el valor casi exclusivo de marcar el arranque oficial de una campaña presidencial ensayada con meses y años de antelación pero que precisa del rodaje final antes de abocar a una jornada decisiva de noviembre. En Iowa se impusieron dos candidatos que han logrado una pool position más meritoria que real. Pocos cuentan con que los deseos de cambio que percibe el victorioso Obama vayan a llevar una ráfaga de aire fresco a un Partido Demócrata atravesado por las contradicciones internas, y es del todo improbable que el púlpito en el que se encumbró el pastor Huckabee vaya a llevarle a coronar la montaña sagrada republicana. En los dos grandes partidos estadounidenses las cosas no funcionan exactamente así. En Iowa comenzó, efectivamente, el ensayo general, y de aquí al Gran Martes las maquinarias de los candidatos que cuentan empezarán a adoptar las necesarias correcciones para sumar para los suyos los méritos que han hecho ganar a Obama y Huckabee.

La engrasada maquinaria electoral estadounidense, que ya hace cuatro años dejó patente sus impurezas democráticas ante el mundo, se asemeja mucho a un proceso clásico de fabricación de un producto-estrella. Se trata de contar con una base sólida -traducido a la campaña, ello implica disponer del capital necesario para trabajar en los 51 estados y, sobre todo, capacidad de mimetizarse con los centros de poder- para a partir de ahí construir el candidato capaz de alcanzar la meta.

Esa operación de márketing está en marcha, y es básicamente a los equipos de Hillary Clinton y John McCain a los que les toca ajustar perfiles y adecuar discursos. En definitiva, son ellos los que van a tratar de capitalizar a futuro el fervor participativo que ha quedado patente para el campo demócrata en Iowa y el discurso de proximidad que ha catapultado -eso sí, en territorio abonado- a Huckabee, en el caso de los republicanos. La cadena de la producción electoral se ha puesto en marcha en el primer país exportador mundial del modelo de democracia de baja intensidad.