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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Estados inmorales

Antonio Alvarez-Solís, en su habitual tono mesurado y profundo, analiza la cuestión de la violencia, el terrorismo y su relación con el estado. En ese esfuerzo en favor del pensamiento dialéctico, no duda en exponer su «propio cuello para facilitar elegantemente la acción del verdugo que no reposa». Toda una lección de honestidad intelectual y personal comprimida en poco más de mil palabras -eso sí, claras y muy bien escritas-.

Hablar ejemplarmente de terrorismo, y por tanto de antiterrorismo, ha llegado a ser imposible por lo que ahora diré acerca de los estados. Hubo épocas en que el terrorismo tenía un perfil de excepcionalidad que reconocían incluso los terroristas, seres singulares que alimentaban y eran alimentados por una concepción generalista o utópica. Los terroristas se confesaban a sí mismos como terroristas y subrayaban con el revólver la doctrina que profesaban. Se atentaba contra un presidente -Cánovas, Canalejas o Dato, en nuestro caso- porque el terrorista quería indicar en cabeza significada el repudio moral del sistema social que esa cabeza sostenía. No suele ser, éste, el caso actual, de ahí la dificultad con que tropiezan tantos estados y servidores suyos para definir el terrorismo. El terrorismo actual ya no defiende una ambición general sino que procede de acuerdo con una necesidad concreta. De acuerdo con esta realidad el terrorismo ha de ser encuadrado, pese a lo que sostienen los hierofantes, en una forma de guerra tanto por el elevado número de esos ciudadanos a los que se califica de terroristas, como por los fines de defensa que persiguen: nacionales, religiosos, económicos... No hay utopía alguna en esas formas de lucha que suscitan ciertamente terror, sino desesperada defensa de lo que se estima vital para la propia supervivencia. Me pregunto, al llegar a este punto, si muchas de las múltiples acciones coercitivas del poder tenido por legítimo no engendran asimismo pulsiones aterradoras al defender ese poder, tal como lo hace, su pretensión de lo nacional, de lo religioso, de lo económico o de lo político. ¿Hay terror en ello? Hay terror en ello.

Vayamos, pues, por partes a fin de construir un razonamiento que elevándose sobre el griterío de los violentos autocalificados de justos nos conduzca a un apropiado diagnóstico que respalde la terapéutica necesaria. Cabe decir, en este recodo de la reflexión, que los autocalificados defensores del orden social están pudriendo la médula de la sociedad al privarla de la amplia visión precisa para superar el gravísimo problema de la violencia en el mundo.

Hablemos, pues, y en primerísimo lugar, de la violencia estatal, que revela dos perfiles de la cuestión: en primer término cabe referir esa violencia como productora de la incapacidad social para generar un pensamiento sano, ya que postula el estado como fuente de las virtudes sociales. Estamos otra vez ante el estado como producto teológico y no como puro conjunto de instituciones transitorias sin más relieve que su carácter de herramientas para la gobernación de la república humana. En segundo lugar hemos de mencionar la impunidad con que suele proceder el estado, lo que deja al ciudadano en la necesidad de prescindir de su propio juicio a fin de no desbaratar el Leviatán sagrado o enfrentarse al mismo con el riesgo de ser calificado como delincuente terrorista. Hemos llegado ya al extremo, a fuerza de sufrir la salacidad estatal, de esterilizar nuestra conciencia a fin de permanecer encogidos ante el altar de la estatalidad. Se habla con frecuencia de la pérdida de la conciencia social en lo referente a la autodefensa del trabajador, pero me parece exigible que los expertos mediten sobre la inducida pérdida de la conciencia de ciudadanía. La ruina visible de esta conciencia es terminantemente orwelliana. La sociedad se ha convertido en una granja donde cualquier kikirikí es condenado de inmediato como ruina de la moral pública.

La violencia estatal no sólo es interesante para el analista que ha de estudiarla como forma doblemente escandalosa de violencia, sino que produce un desorden en la construcción lógica del pensamiento colectivo referido a lo público. Esa violencia contamina y destruye la lógica. Evidentemente la única forma de negar la existencia todopoderosa de esa violencia, a fin de defender la majestad benéfica del estado, es enjuiciar a la llamada violencia terrorista como una acción repugnante y solitaria digna del más terminante trato por parte de tribunales, policías y demás mecanismos dedicados ya de pleno a la acción elementalmente represiva sobre el grueso de la sociedad. Por eliminación de causas básicas o la violencia del estado no existe como productora de las respuestas airadas, o lo que es peor, es protectora de la sana vida pública -véase en nuestro caso lo que suele opinarse «soto voce», de los GAL o del Batallón Vasco Español- o la violencia contra el estado es la única anormalidad social a considerar.

En cualquier caso la violencia estatal, que se evidencia en métodos de acción totalmente condenables, produce lo que luego ha de conformar la respuesta llamada terrorista y en la que participan no células restringidas sino millones de individuos. Es decir, la primaria violencia estatal, propia de quien no puede ejemplarizar con la razón, destruye toda posibilidad de trabajar con la razón para superar el problema. La violencia estatal, aunque se la bautice y absuelva con leyes urgentes y escandalosamente circunstanciales -y recurro al lenguaje forense del estado otrora burgués-, destruye toda posibilidad de sentar en una verdadera mesa de debate a quienes disponen de la sartén y de su mango y a los que luchan con dolor, y esparciendo dolor, por ideas y realidades que están amordazadas en el sótano estatal. Se puede rechazar la sangre venga de donde venga, pero falsificaríamos un noble ideario de libertad y democracia si no situásemos cada modo de violencia en el lugar y orden que le corresponde. El que oprime no puede esperar, llegada la crisis social a los extremos de sus múltiples formas presentes, que los oprimidos decidan una sumisión que aún les degradaría mucho más no sólo en su respetable dignidad sino en sus esenciales demandas vitales. Cuando las iglesias pertenecían al colegio de los fieles, y éstos se estimaban a sí mismos como apóstoles en lo universal y no como meros corderos lastimosamente apacentados, los teólogos más lúcidos calificaban el derecho a la propia defensa como el derecho más necesario y respetable. Este derecho a la propia defensa acaba por ser tenido hoy por escandaloso crimen en los tribunales con que el sistema protege su decadencia ante la lógica subversión.

En definitiva, si no tenemos la voluntad firme de aplicar una sana lógica a todo lo que nos está aconteciendo en torno al torpemente llamado terrorismo acabaremos por inutilizar la inteligencia como esa forma deslumbrante de entender lo que nos pasa y por qué nos pasa. O lo que es lo mismo, si no proseguimos la lucha por alumbrar todos los rincones del pensamiento, la vida humana habrá de vadear años muy largos de dolores profundos y de irritaciones peligrosas. La violencia solamente es abordable para su superación estimándola como suceso propio de la acción y de la reacción, ley que la física debe en su profundidad a la moral. Una sociedad no puede tirar de la soga de la justicia desde uno solo de sus cabos.

Decir todo esto con ánimo repleto de equilibrio, o al menos con pretensión de servirse de ese ánimo, no es cosa fácil. En primer lugar porque hay que situarse más allá de las pasiones, prescindiendo en primer término de las propias, y tras ello porque hay que desnudar el propio cuello para facilitar elegantemente la acción del verdugo que no reposa. Ilustres ciudadanos por su calidad moral, entre otras razones, han ido a parar a las mazmorras por sostener en toda ocasión el derecho a juzgar no como una forma de inclinarse a babor o estribor sino como exigencia de un verdadero análisis de la realidad. Una de las características del modo actual de la violencia institucionalizada es que se ha encargado a la ley, previa y perversamente creada con ese objetivo, la eliminación de ciudadanos dedicados al noble pensamiento dialéctico. Con ello se persigue algo definitivo: la destrucción del pensamiento mismo.

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